SIMPLEMENTE PERRO

La población fronteriza de Maicao comenzaba, apenas entre dos luces, la dura tarea de desperezarse con esa mezcla de ajetreo y languidez, casi sensual, que tienen los amaneceres en las zonas de clima húmedo y caluroso.

La península de la Guajira, seca, de apariencia violenta, comenzaba a definir sus contornos calcinados por el sol colombiano, revelando las interminables calles, algunas con montones de arena acumulada al pie de las casas, basuras por las esquinas y una población que recibía al nuevo día entre el sonido de aparatos de radio, y olor a café de puchero.

Los chivos, en la parte indígena de la población, balaban inquietos oyendo las protestas de sus congéneres que, a esas horas tempranas, estaban siendo degollados para después ser vendidos en el mercado. Detrás de aquellas escenas cotidianas había quedado la noche, alcahueta corrupta, cómplice de negocios ilícitos, plagada de trazados ilícitos, andarina de caminos verdes hilvanados al amor de la picaresca para evitar a las autoridades venezolanas; pero llena también de música vallenata salida de acordeones abotonadas, de ríos de aguardiente y de disparos, que dejaban clara la dureza de la vida en aquellas tierras.

El perro se desperezó estirando sus patas, con un bostezo largo que mostró una lengua enorme, amenazada por los dientes desgastados, y tras unas enérgicas sacudidas que corrieron como oleadas desde la cabeza a la cola, se puso en marcha con el trotecito cansino de la costumbre.

El tibio ambiente de la mañana, aún por estrenar, parecía revitalizar los cansados huesos del animal mientras se dirigía con un portantillo alegre hacia la plaza respirando con fruición aquella sensación de libertad; su cuello orgulloso había permanecido libre de collar desde el día de su nacimiento, nunca tuvo dueño y el único nombre por el que se había oído llamar era Perro. Simplemente, Perro.

Se acostó, como hacía todas las mañanas a esa hora, en la plaza Bolívar, al lado de un parterre cercado con ladrillos, de cara al naciente sol, cerrando los ojos para disfrutar mejor de aquel momento, el más lindo del día, en el que el calor acariciaba su piel con suavidad en lugar de quemarla, como solía suceder en el caluroso mediodía tropical.

Observó cómo en la plaza, presidida por una estatua de Simón Bolívar, libertador de esas tierras, se afanaban todos aquellos machos humanos, ladrando con mil sonidos diferentes, distribuidos en corrillos formados al azar, ante la mirada indolente de los policías que ocupaban el cubículo del Comando de Acción Inmediata. Por entre los grupos, se desplazaban con vociferante agilidad vendedores de café, de arepas y de jugos naturales, tratando de agotar su mercancía antes de que el calor se hiciese insoportable.

A Perro siempre le había divertido escuchar los ininteligibles gruñidos de aquellos raros animales que caminaban en inusitado equilibrio sobre sus patas traseras; miraba aquellas pezuñas tan extrañas, de plantas completamente planas, de muchos colores y formas, sin dedos ni uñas, difícilmente compatibles con sus patas delanteras, llenas de dedos, que agitaban con alarde de aspavientos para acompañar sus ladridos; por un instante se preguntó cómo esos animales, tan débiles que debían cubrir su piel desprovista de pelo y sus cabezas peludas, con extraños trapos, para soportar el calor, eran capaces de conseguir algo de alimento que les permitiese seguir con vida tanto tiempo.

Todo en aquellos animales, tan raros a los ojos de Perro, era extraño; incluso cuando tenían cachorros debían llevarlos a cuestas mucho tiempo porque no eran capaces de valerse por sí mismos.

De repente, desde una esquina de la plaza, a Perro le llegó un aroma agradable que le trajo recuerdos de su ya lejana juventud; al volver la vista para ventear mejor, distinguió con sus ojos cansados a una hermosa perrita, fuente de los prometedores efluvios que había percibido, que era seguida por un reducido cortejo de jóvenes perros sobreexcitados.

La actitud amenazadora de dos de ellos presagiaba un enfrentamiento que no tardó en producirse; un torbellino de polvo lleno de espinazos retorcidos, dientes, babas y gruñidos alterados, tuvieron la virtud de conseguir que los hombres suspendieran sus conversaciones creando un silencio sólo roto por el fragor del combate para, acto seguido, ponerse a rugir de manera discordante alentando a uno u otro combatiente. Perro, sin moverse, observó con ojo experto la pelea apostando en su fuero interno por el de pelo negro; la mirada violenta, la decisión y la furia de las dentelladas de aquel animal decían alto y claro que estaba dispuesto a engendrar, a dejar sus genes en este mundo.

Pero Perro sabía mucho de esas peleas. Las cicatrices que lucía con orgullo en su pellejo, como medallas militares, hablaban de enfrentamientos perdidos y ganados, días de dolor, de soledad humillante, de amargos lametones en las heridas; pero también eran huellas de días llenos de orgullo triunfante, de dulces montas a perritas increíblemente bellas y de la tranquilidad que deja el deber cumplido. Sin embargo, había pasado mucho tiempo desde que dejaron de preocuparle aquellas tareas; la edad, la experiencia y sobre todo, el convencimiento de que nada podía ya contra los ejemplares más jóvenes y llenos de fuerza, le habían persuadido de que no merecía la pena dejar más descendencia en un mundo que, a los cachorros, sólo les traería dolor y hambre.

Al ver que el can de pelaje negro ponía al otro patas al cielo, como había previsto antes de empezar la fiera pelea, Perro se levantó, se estiró al tiempo que bostezaba y sus patas pusieron rumbo al mercado Guajiro; siempre cabía la posibilidad de que, como había sucedido en algunas ocasiones, le echaran desairadamente algunos huesos, o bien que algún pellejo de chivo, todavía tibio, terminara en su estómago.

Las inacabables calles de Maicao se asfixiaban a sí mismas en un ambiente denso, polvoriento, iniciando la andadura hacia otro día de calor sofocante. Perro conocía de memoria, por repetirlo a diario desde hacía algunos años, el camino al mercado.

Sabía perfectamente dónde podría encontrar pequeños charcos de agua aparentemente limpia, aunque con un extraño sabor a suciedad que le dejaba en el paladar un regusto metálico, y dónde se hallaban los lugares más umbríos que le evitarían el acoso de un sol que, a esas horas, ya comenzaba a desplegar toda su potencia.

Con ese trote ladeado, típico de los perros callejeros que, por amarga experiencia, nunca descuidan la zaga, cruzó un par de calles dejando atrás la plaza. Al dar la vuelta a una esquina pudo ver sobre un montón de basura multicolor, rodeado de moscas zumbadoras, el cadáver hinchado de un congénere al que había conocido con vida.

Perro sabía que la muerte, el abotargamiento y el hedor formaban parte de la ley natural; pero no pudo dejar de sorprenderse ante la perfecta blancura que exhibían los dientes del despojo. De reojo pudo ver que los gallinazos, muy por encima de su cabeza, formaban aquel maldito baile circular que precedía a los festines de aquellos carroñeros desagradables, que a pesar de su mala fama y peor aspecto, al menos cumplían la misión de mantener las calles limpias de carne putrefacta.

Cuando en su camino localizó la sombra fresca de la iglesia, se acostó sacando la lengua para refrescarse. Por la puerta entreabierta, al final de la sombría nave, pudo divisar al macho humano, casi desnudo, siempre inmóvil; Perro no sabía qué malas cosas había hecho para que lo tuvieran colgado de un madero en forma de cruz, con el pellejo sangrante, a la vista de todos pero, según el castigo que le estaban aplicando, debía haber hecho algo horrible porque, de otro modo, se hubieran conformado con tirarle unas piedras o mandarle un mal palo como hacían con él cuando cometía un error o se descuidaba.

Perro podía disfrutar casi todos los días de aquella sombra reparadora aunque, en algunas ocasiones, en días señalados, aquella estancia presidida por el hombre torturado se llenaba de luces, de humos aromáticos, velas encendidas y de olor a seres humanos recién bañados. Entonces, en esas fechas, un hombre cubierto hasta las pezuñas con trapos coloridos, se ponía detrás de la mesa que había en el fondo de la estancia y ladraba en susurros para que los presentes respondieran a coro con latidos similares.

Aquellos días especiales, Perro había aprendido a evitar aquella sombra protectora; unos humanos lesionados, a los que les faltaba alguna pata, o que se apoyaban en palos para poder caminar, se reunían en la puerta para que los que salían de las reuniones les pusieran en las manos pequeños discos de metal brillante que, más tarde, le daban a otro humano a cambio de burbujas de cristal que olían fuerte: A menudo, esos humanos que a buen seguro habían sido heridos en alguna pelea brutal por aparearse, utilizaban los palos que les servían de apoyo para ahuyentarlo.

El sol estaba alto cuando el animal llegó al mercado Guajiro. Caminó por entre los puestos que vendían trozos de chivo recién sacrificado, moviendo alegremente el rabo y mirando a los humanos queriéndose hacer simpático a sus ojos. Aquella pose le había dado buenos resultados con anterioridad y no había razón alguna para que no surtiera efecto en ese momento; pero, por alguna razón, los indios que estaban en los puestos aquel día no tenían una expresión alegre en sus hocicos mientras vigilaban los jugosos trozos de carne. En realidad, Perro, no entendía cómo podían tener aquellos animales tan mal semblante con tanta carne a su disposición.

Perro la oyó llegar. El silbido del aire le puso en guardia y, con un violento escorzo, evitó por muy poco que la piedra se estrellase violentamente contra su costillar. Cuando se rehízo, llegaron a sus oídos las risas de aquellos cachorros de humano que, sin razón alguna, querían hacerle daño; Perro pensó que sólo los humanos disfrutan haciendo daño.

Desde siempre le había intrigado la maldad intrínseca de aquellas crías que atacaban sin haber sido molestadas; por si se repetía la agresión injustificada, un ligero trote puso la distancia necesaria para que las piedras no llegaran hasta él y se acostó bajo la exigua sombra de un trupillo, sin perder de vista a los cachorros.

Desde el punto en el que se encontraba tendido podía divisar cómodamente la casi totalidad del mercado, mientras trataba de intuir, o de adivinar, un gesto amable en aquellos hombres para acercarse a por un trozo de hueso o a por un poco de grasa, al tiempo que se mareaba por adelantado con el gozo de aquella sinfonía de agradables olores a carne fresca y a médula, que desataron un babeo incontrolado en sus fauces.

Perro entrecerró los ojos ligeramente, en un duermevela atento y, cuando los abrió tuvo que mirar dos veces antes de creer lo que estaba viendo; en uno de los puestos, sin un solo ser humano que lo protegiera, se veía abandonada en el mostrador de zinc, al alcance de sus dientes, una enorme pata de chivo de la que colgaban algunos coágulos de sangre. Con los músculos en franca tensión se incorporó, oteó los alrededores midiendo la distancia que le separaba de los grupos de humanos que ladraban incoherentemente y, con una velocidad increíble para su edad, se acercó al puesto, agarró la pieza de carne con una certera dentellada, tiró de ella, e inició una veloz carrera para alejarse del mercado.

Lo primero que le puso en guardia fue el griterío que oyó crecer detrás de él. Miró de reojo hacia su espalda, sin perder velocidad ni soltar la jugosa presa, y vio cómo a uno de los indios guajiros le crecía en la mano aquella especie de prótesis metálica, tristemente negra, que escupía llamaradas y producía truenos. Los pequeños surtidores de polvo que nacían a su alrededor, acompañados de una especie de aullido silbante, le hicieron acelerar la carrera.

Perro sabía por experiencia ajena, que aquel conjunto de sonidos e imágenes terminaba mal; en algunas noches, cuando aún tenía edad para vagar por las calles, había visto cómo seres humanos sentados alrededor de unas tablas, sacaban aquellas cosas negras, relucientes, y producían truenos que a veces acababan con la vida de algún perro despistado.

Al dar la vuelta a una esquina, sintió que ya podía aminorar el frenético ritmo de la carrera, pero no quiso fiarse de sus instintos porque en alguna ocasión había pagado muy cara aquella confianza. Apurando un poco más el aire de sus pulmones llegó a las últimas casas del pueblo; unos cachorros humanos totalmente desnudos se protegían del implacable solazo mirando curiosos cómo Perro, jadeante, se perdía por la última curva del polvoriento camino con la pata de chivo entre sus fauces babeantes.

Bajo la rala sombra de un matorral reseco Perro dio cuenta de su presa, relamiéndose, deleitándose en cada uno de los bocados; no todos los días tenía uno la suerte de disfrutar una comida como aquella que no era en nada comparable con los huesos resecos y los pobres pellejos con que debía contentarse casi siempre. La abundante comida le produjo un agradable sopor, entrecerró los ojos y poco más tarde dormía acariciado por una brisa que traía acentos caribes. Cuando despertó sintió una sed sobrenatural. Estiró sus viejos músculos y puso rumbo al pueblo, mientras el sol comenzaba a declinar camino a su muerte diaria envuelto entre luces y sombras.

Maicao se aprestaba a recibir el atardecer con el cansancio de quien, expuesto al sol inclemente, ha logrado subsistir contra todo pronóstico a la calcinación total. Perro se desplazaba con un trotecillo alegre, los ojos siempre atentos y el estómago confortablemente lastrado, buscando algún charco de agua relativamente limpia. Al pasar por el zaguán de una vivienda, pudo ver que una ponchera llena de agua’epanela descansaba sobre una silla invitándole a beber el dorado y refrescante jugo de la caña de azúcar.

Con mucho sigilo se acercó al recipiente y lamió con fruición el líquido, poniendo sordina a su lengüeteo, hasta que se sintió pletórico, feliz. Cuando ganó la calle de nuevo pensó que había sido el mejor día de su vida; no siempre se conseguía una suculenta pata de chivo y menos aún podía disfrutarse, a voluntad, de una bebida fresca, dulce, propia de seres humanos. Viendo que el sol estaba a punto de ponerse, se dirigió a la salida de Maicao.

Desde hacía algún tiempo Perro se había acostumbrado a salir de la población para contemplar cómodamente las puestas de sol. Sin saber por qué, se encontraba a gusto viendo cómo los colores se empujaban en el cielo al tiempo que la agradable temperatura, después de un día caluroso, le hacía sentirse en armonía, plenamente integrado con el paisaje que le rodeaba. Al pasar por el poblado guajiro fue recibido por un coro de perros atados lanzando al aire vespertino ladridos furiosos, como avisándole de que estaba cruzando territorio hostil. Perro irguió su cabeza con gesto orgulloso; en el fondo sentía un enorme desprecio por aquellos animales que vendían su libertad a cambio de comida, que cambiaban el gozo de vivir sin ataduras por la relativa y esclava comodidad de no tener que buscar alimento.

SIMPLEMENTE PERRO

José Manuel Mójica Legarre

Perro aceleró un poco el paso sintiendo que llegaba tarde a su cita diaria con el ocaso. Cuando llegó al paraje que había elegido desde hacía tiempo, sus ojos se enredaron tontamente en el colorido atardecer; las gordas nubes heridas por los últimos rayos solares, presentaban toda la gama de colores desde el púrpura más oscuro hasta el amarillo más cegador, exponiendo en el cielo una paleta de pintor inspirado y creativo.

El animal siguió caminando para acostarse en primera fila, donde las matas no le estorbaran la vista del espectáculo. Cegado por la belleza de la bellísima exhibición que se ofrecía ante sus ojos, no miró dónde pisaba. Advirtió un movimiento rapidísimo que le puso en guardia pero era demasiado tarde: sintió en su pata trasera la mordedura de la serpiente venenosa, adivinó que era una mapanare rabo seco, y supo que todo había terminado para él. Aunque deseaba quejarse, hubiera querido aullar, sabía que nada podía aliviarle porque notaba cómo el veneno de la serpiente comenzaba a ganar terreno en sus venas.

Cojeando desesperanzadamente, Perro se acercó al lugar en el que tenía por costumbre admirar el ocaso, se acostó suavemente, tratando de acomodar la pata herida para que no le molestara demasiado en aquellos últimos momentos de agonía, y, plácidamente, se dedicó a mirar cómo el sol, convertido en un enorme disco rojizo iba desapareciendo empujado por la noche, ignorando a fuerza de coraje el dolor que le causaba aquel chorro de muerte ardiente que iba subiendo por sus venas.

Jamás había contemplado Perro ninguna puesta de sol tan hermosa como la de aquel día. Al moverse un poco tuvo plena consciencia de que el veneno estaba invadiendo su organismo, pero prefirió achacar el violento mareo que sentía a la belleza inconmensurable del atardecer.

De alguna manera, pensó, no había llevado tan mala vida colmo podía esperar un perro sin dueño perdido en un pueblo fronterizo: Había nacido y vivido en plena libertad y, por si aquello fuera poco, en el momento de morir, en los últimos instantes de su existencia, le cabía la enorme fortuna de hacerlo después de una jornada verdaderamente especial, con buena carne y mejor bebida, contemplando además un espectáculo insuperable que llegaba como premio a quienes hubieran sido capaces de alcanzar el final del día sin renunciar a la lucha por la vida.

De pronto, ante sus borrosos ojos perrunos, se abrió el cielo en un espacio lejano y, lo que en principio fue un minúsculo punto brillante, se convirtió en un círculo que proyectaba una viva luz sobre su cuerpo emponzoñado.

Antes de cerrar sus ojos para siempre Perro tuvo tiempo de pensar que, a lo mejor, era verdad aquello que contaban los canes más viejos en tiempos de su abuelo; que después de la muerte existía un lugar al que iban los perros que habían conservado fieramente su libertad, donde los matorrales producían chuletas, los charcos eran de leche y las perritas estaban perpetuamente en celo.