LA NEGRA MARGOT

Cartagena de Indias resplandecía bajo el sol caribeño como una joya resplandeciente expuesta sobre un tupido tapete de terciopelo verde. El mar, lamiendo sumisamente las arenas de la playa, parecía un enorme lago de plata fundida mientras el calor intentaba huir de su asfaltada prisión creando en el ambiente unas vibraciones vaporosas que hacían temblar el paisaje. La negra Margot no conocía el significado de la expresión “alegría de vivir”; pero siempre sentía una felicidad especial dentro de ella cuando el día era especialmente brillante y la ponchera llena de fruta fresca sobre su cabeza parecía no pesar.

Margot, la negra Margot como la conocían todos en Cartagena de Indias, entró con un paso vivo, ágil, en el Corralito de Piedra, la antigua ciudad colonial amurallada, pregonando con alegres voces y frases jocosas su refrescante mercancía. Caminaba alegremente, balanceándose, con la sabrosa cadencia de sus caderas lunares ceñidas en un colorido vestido, al ritmo de una música que sólo ella parecía oír. Sus treinta años, muy bien llevados por sus carnes todavía tersas, aún eran capaces de hacer volver la cabeza a más de un hombre. Pasó por la calle de la Universidad donde los estudiantes solían comprarle mangos y piña; pero aquel día se había retrasado un poco y alguna compañera suya había hecho el negocio con antelación.

Al recordar Margot que su retraso aquella mañana se había debido a que Juan, su hombre, cuando ella estaba casi a punto de abandonar la casa, le había dedicado una breve pero intensa sesión amorosa, se estremeció. La negra Margot no podía definir correctamente la expresión “placer sublime”; sólo sabía que cada vez que su Juan se acercaba por la espalda y le acariciaba la nuca, mordisqueándole el lóbulo de la oreja, todo el mundo se desdibujaba al mirarlo a través de la bola de tibio fuego que nacía en sus entrañas.

Margot decidió que lo mejor para su negocio, al menos aquel día, sería acercarse a la plaza del Ayuntamiento; allí se solía reunir mucha gente para gestionar documentos y acostumbraban siempre a comprar fruta para refrescarse y entretener la espera. Cuando llegó, se dio cuenta de que un grupo de compañeras suyas, también vendedoras de fruta, se habían instalado al lado del pasadizo donde se vendían hierbas y fumaban plácidamente cigarrillos “Piel Roja” mientras comentaban los pormenores, a menudo nimios, de sus encasilladas vidas. Se acuclilló junto a ellas dejando la ponchera a su lado, encendió uno de aquellos cigarrillos bastos, sin filtro, verdaderas cerbatanas de nicotina, y pidió un café tinto al vendedor ambulante que se lo ofreció con una sonrisa plagada de dientes. La negra Margot no sabía deletrear la palabra “placidez”; pero sí sabía que le gustaba mucho estar con aquellas mujeres que hablaban del mismo modo que ella, con el mismo acento, y que cuando las dejaba para seguir con su trabajo, era como si una tranquilidad total se hubiera adueñado de su conciencia aunque se enzarzaran, a veces, en complicados e hirientes juegos de palabras llenas de doble sentido.

De nuevo en marcha, el roce de los callosos pies hundiéndose en la arena caliente de la playa la reconfortaba, conciliando a Margot con la vida si, a veces sucedía, tenía problemas que resolver. Pregonando su mercancía a voz en cuello, llegó al final de Bocagrande y dio la vuelta para encarar las interminables aceras de la Avenida Bolívar bajo un sol de justicia, sin dejar de ofrecer la jugosa fruta que se balanceaba sobre su cabeza.

Que “las diez”, le dijeron unos viandantes cuando preguntó la hora. Aunque no había vendido nada todavía, quedaba mucho día por delante ya que nunca solía volver a casa hasta que comenzaba el atardecer, después de haber comido al medio día una sopa que le regalaban en cualquier tenderete del mercado. La negra Margot nunca había pronunciado la palabra “añoranza”; pero cada vez que pensaba en que su Juan tendría la comida preparada para cuando llegara, arroz con lisa frita, y recordaba las noches que pasaban sentados a la puerta de su ranchito, se le ponía un agradable nudo en la garganta hecho de ausencia y de ansias de retorno.

Saliendo de Bocagrande, Margot, pensó que podría vender algo en el fuerte de San Felipe y encaminó sus pasos hacia ese punto. La mañana agonizante se traducía en un calor violento, húmedo, que no podía ser aliviado por la tímida brisa que llegaba del mar. Gustosamente habría comido un mango de los que llevaba en la ponchera; pero aquello supondría comerse unos pesos que podrían convertirse después en arroz, pescado y cigarrillos por lo que, despreciando el ruido de sus tripas que ya habían olvidado el exiguo café de la mañana, único alimento que había tomado hasta ese momento, decidió abstenerse.

Al pasar frente al Club Náutico, Margot miró cómo algunas personas de piel blanca tomaban, entre chanzas, palmoteos y risas, jugos de frutas, enfriados con enormes trozos de hielo que hacían sudar los enormes vasos de cristal, bajo las sombrillas multicolores del pequeño puerto deportivo. Dejó la ponchera apoyada sobre el pretil del muro para descansar un poco su cuello y los contempló a sus anchas. La calidad de sus ropas era evidente, lo mismo que la de su calzado, y el oro que adornaba sus cuellos, dedos y muñecas refulgía despectivamente al igual que los teñidos cabellos rubios de las mujeres. La negra Margot no sabía muy bien qué quería decir la expresión “lucha de clases”; pero al comparar mentalmente sus pies desnudos sobre el ardiente asfalto con los lujosos zapatos de quienes gozaban de un descanso en el club, sintió una punzada dolorosa en algún lugar del alma que le impulsó, sólo por un momento, a odiar con aspereza a esas personas.

Margot reanudó su camino sorprendiéndose al ver tantos extranjeros a la entrada del fuerte, y supuso que el barco de los canadienses habría atracado aquel día. Su llegada causó una gran sensación entre aquellas gentes tan poco acostumbradas a la contemplación de una estampa tan típica, como la que formaban Margot y su ponchera de frutas. Cuando todos la rodearon haciéndole comprender con gestos evidentes que deseaban fotografiarse con ella, se defendió con las únicas palabras del idioma inglés que había podido memorizar, y al grito de “Uandolarplís”, puso orden en la marimorena que se había formado a su alrededor logrando, como por ensalmo, que los turistas hicieran una ordenada fila para proceder a la sesión fotográfica. Durante más de una hora sonrió ante los objetivos, abrazó, fue abrazada, y posó para que aquellos extranjeros la llevaran con ellos, hecha cartón multicolor, a sus frías tierras de origen. La negra Margot no sabía ni que existiese la palabra “capital”; pero aquellos más de cien billetes de a un dólar que reposaban en el fondo del bolsillo de su colorido mandil, fruto de las fotografías y de la venta de toda la fruta que llevaba, le conferían una seguridad especial que daba alas a sus pies, animándoles a que devoraran la distancia que le separaba de su casa, de su hombre.

Marbella era un ascua de luz, de violento calor, en pleno mediodía. Margot, dominando su prisa para llegar a casa, se detuvo en uno de los pequeños restaurantes populares que ofrecían sus productos a los pocos viandantes que se atrevían con el solazo de aquellas horas. La lisa frita, los patacones de plátano frito y el burbujeante refresco de origen extranjero calmaron su vientre. Allí estaba ella, en un restorán, atendida como una señorona, igual que aquellas cachacas llegadas del interior, para veranear, buscando las caricias del sol y los machos potentes de piel oscura. La negra Margot no sabía cuál era el significado justo del concepto “soberbia”; pero una sensación de superioridad la embargó al ver que unos vecinos suyos pasaban, como arrastrándose bajo el temible sol, y le dedicaban una mirada de respeto ilimitado al verla, como cliente, en un restaurante.

Todavía con el sabor del café tinto en la boca, llegó al barrio que la había visto nacer y en el que aún vivía compartiendo casa con su Juan. La inmensa alegría que le llenaba el pecho parecía iluminar las calles polvorientas, lánguidas bajo el húmedo calorón, e incluso respondió a los saludos, sin el acostumbrado improperio, a quienes se sorprendían de verla de vuelta tan temprano con la ponchera vacía. Aquella noche con Juan iba a ser memorable en su ranchito. A buen seguro comprarían carne y ron, cigarrillos y café, para pasar un buen rato en plácido amor y compañía. Al día siguiente harían un buen mercado y ella podría pasar algunos días sin tener que salir a vender la fruta por las calles cartageneras. Los últimos metros que la separaban de su casa se le hicieron eternos. Agradecida por la sombra del porche, abrió la puerta de la casa, suavemente, para darle una sorpresa a su Juan. La negra Margot no sabía qué podía significar la palabra “estupor”; pero se quedó inmóvil, de una pieza, cuando pudo distinguir en la penumbra cómo el cuerpo desnudo de su hombre se afanaba sudoroso, entre gruñidos, sobre un cuerpo femenino, terso, joven y entregado, sobre el mismo lecho que compró ella con tanto esfuerzo.

Margot permaneció muda en el rincón de la pieza oscurecida por las cortinas echadas hasta que un largo estertor placentero, que tan bien conocía, le informó de que su hombre había logrado el goce. Sin hacer ruido, mientras los furtivos amantes recuperaban el ritmo de la respiración, fue hasta el fogón de leña, abrió el cajón de la mesa hecha con tablas sin pulir y sacó el cuchillo de cortar el pescado. Con el mismo sigilo con el que había salido, volvió a entrar y, sin mediar palabra, comenzó a repartir fieras cuchilladas sobre los cuerpos indefensos. La negra Margot desconocía que los doctores hablaban de “enajenación mental transitoria”; pero ni los gritos estentóreos de los amantes fueron capaces de detener el vaivén de su brazo armado hasta que sus cuerpos, empapados en sangre fresca, dejaron de moverse bajo su ataque.

Acuclillada Margot en un rincón de la pieza, en la misma postura que solía adoptar cuando estaba con sus compañeras, la encontró la policía que había sido alertada por la chismosa del ranchito que lindaba con el suyo. No opuso resistencia cuando le colocaron los grilletes, ni miró a nadie al transitar por el pasillo de curiosos que se habían concentrado ante su casa. Tampoco se quejó cuando el acero le laceró las muñecas presas, al sentarse en el furgón celular. La negra Margot desconocía que existiera la palabra “aturdida”; pero sentía que nada a su alrededor tenía importancia, que todo lo que su memoria le decía haber vivido durante la última hora sólo era un sueño y los sonidos del exterior le llegaban atenuados, como pasados a través de copos de algodón.

Margot, sentada rígidamente en un viejo banco de madera barnizada, desconchado por el uso, permanecía ajena al trajín de policías y personal del juzgado que revoloteaba a su alrededor. Frente a ella, una puerta de madera y vidrio opaco dejaba salir voces contenidas y ruido de teclas golpeando papel. Sobre el vidrio, algunos trazos negros, que debían ser letras, indicaban algo que ella no podía descifrar. Después de que unos hombres vestidos con las guayaberas más blancas que había visto en su vida se cansaran de hacerle preguntas y después de posar su pulgar manchado de tinta sobre unos papeles llenos de signos, la llevaron a un lugar en el subsuelo de la comisaría que olía a podrido, a miedo y a sudor, donde había algunas mujeres que se recostaban en las paredes llenas de rayas e inscripciones, aunque a ella la pusieron aparte. Cuando cerraron la reja a sus espaldas, se sintió vacía, como ida. La negra Margot nunca había oído la palabra “abatimiento”; pero cada vez que recordaba lo que acababa de suceder, notaba como si estuviera muerta por dentro y una enorme lasitud le aplomaba los músculos dejándolos como inertes durante horas.

Encerrada Margot en un dormitorio de la cárcel a la que fue trasladada, tomó consciencia de que la vida había cambiado totalmente para ella desde el momento en que acabó con la vida de su hombre y con la de su amante. Bajo el jergón guardaba unas hojas de periódico, casi borradas por el continuo sobeo al que eran sometidas, en las que podía reconocerse ella misma tal y como aparecía en la fotografía de su cédula de identidad y, bajo ella, la sangrienta imagen de dos cuerpos, pudorosamente cubiertos en parte por una sábana sucia, cosidos a cuchilladas. Alrededor de aquellas imágenes dolorosas, unos signos rojos, grandes, y debajo muchos signos negros pequeños que, según le habían dicho algunas compañeras que sabían descifrarlos, contaban la historia de aquel día nefasto. La negra Margot no sabía exactamente cómo se dibujaban en un papel las palabras “crimen pasional”; pero los primeros catorce signos coloreados de rojo en la cabecera de aquella hoja de periódico, que ella sabía contar, tenían un aspecto feroz, violento, como si encerraran un significado horrible que podía presentir con sólo pasar las yemas callosas de sus dedos sobre el papel.

El día del juicio, le dijeron a Margot que aquel acto se llamaba así, no podía entender cómo aquel hombrecillo con acento cachaco que nunca la había visto en su vida, se empeñaba en acusarla de algo que él ni siquiera había presenciado, relatándolo con tanta lujo de detalles como si hubiera estado allí. Sin embargo ella sí que pudo comprender perfectamente el hecho de que aquella señora tan simpática, abogada le decían, que había ido a verla alguna vez a la cárcel y olía a flores recién cortadas, se empeñara en defenderla enfrentándose sin miedo al desagradable cachaco. Aquella mañana oyó miles de palabras nuevas de las que no conocía el significado y en su cerebro se amontonaban al buen tuntún expresiones como voluntad de dolo, encarnizamiento, alevosía, recurso, sentencia, fiscal, autos, premeditación, enajenación, celos, punzo-penetrante y otras muchas que no fue capaz de retener en su memoria. La negra Margot no había escuchado a nadie pronunciar la palabra “barahúnda”; pero aquel desorden, aquel alboroto en el que unos se quitaban a otros las palabras de la boca sin pedir permiso, gritando para hacerse oír mejor por los señores que parecían escuchar atentamente detrás de su larga mesa, se asemejaba mucho al griterío de la gallera cuando su hombre la llevaba a jugar gallos de vez en cuando.

De nuevo en el coche celular que iba a conducirla de vuelta a la prisión, Margot recordaba con cierta emoción el abrazo de aquella señora elegante que tanto empeño había puesto en defenderla de los ataques del cachaco. Por encima de los ruidos de un tráfico todavía suave a esas horas, creyó oír el sonido del mar y se asomó por la ventanilla ante la indiferencia del policía que la custodiaba. No le gustó ver cómo su tan amado mar, encerrado entre rejas metálicas que rezumaban óxido, se debatía con la misma alegría que siempre tratando de llegar a la orilla para besar de manera juguetona los pies de quienes paseaban por la playa. La voz del policía llamándola al orden, hizo que se sentara de nuevo. La negra Margot no sabía qué era lo que quería expresar el policía cuando pronunció la frase, que ella sólo había oído en un tango “que veinte años…no es nada”; pero en aquellas palabras que antaño sonaban tan dulces en la radio, las mismas que le habían hecho pegarse a su hombre en algún baile de su no tan lejana juventud, ahora tenían un sentido hondo, oscuro y parecían estar encerradas entre muros llenos de una soledad más bien amarga.