GÉNESIS

El anciano cerró con cuidado la sobada Biblia que tenía entre las manos y la depositó a su lado, con suavidad casi femenina, sobre las cañas de bambú que formaban el rudimentario asiento que apenas dos días antes él mismo había fabricado frente a la tumba de quien, hasta hacía unos pocos días, había sido su esposa. Desde que aquellos predicadores evangélicos cruelmente comidos por los jejenes habían pasado por su casa dejándole el libro como recuerdo, había adquirido la costumbre de leerlo a menudo. Le gustaba sobre todo repasar aquel pasaje del jardín del Edén y, en más de una ocasión, había soñado que él y su esposa eran los últimos seres humanos vivos sobre la tierra, una especie de punto final a la humanidad que cerrara el ciclo iniciado por Adán y Eva; pero después de la muerte de su esposa, el hermoso paisaje en que se asentaba su rancho, su conuco, que antes le parecía un jardín paradisíaco, se había convertido en bosque tenebroso, umbrío.

La luz incierta del amanecer trataba con mucho esfuerzo de abrirse paso entre las espesas copas de los árboles, cuando el anciano entró en la choza que había sido testigo de más de cincuenta años razonablemente felices. Con movimientos pausados colocó en el interior del petate un saquete de harina de maíz, añadió café, azúcar y sal completando la carga con algunas ropas. Coronó el parco equipaje con una hamaca ligera, lo echó al hombro, se tocó con un ajado sombrero de color indefinible y volvió a la tumba ante la que se descubrió respetuosamente para despedirse de la que fuera su compañera durante tantos años. Después de garabatear en el aire un signo de la cruz, imitando los dos palos cruzados que adornaban la sepultura, se cubrió con el sombrero y, tras dar algunos pasos vacilantes, se volvió para recoger la Biblia, que había quedado abandonada sobre el asiento de bambú, y colocarla en uno de los bolsillos de la rústica mochila; poco después de internarse en la selva, caminaba con la sorprendente habilidad de quien conoce la situación exacta de cada raíz traicionera, de cada matorral enano, sin esfuerzo aparente y con una extraña agilidad que no se correspondía con su avanzada edad.

El anciano había llegado a esa intrincada parte de la selva amazónica cuando contaba escasamente veinte años, huyendo de las famosas reclutas del ejército venezolano. Al principio de su estancia vivió como los animales silvestres, cazando, sin un lugar fijo en el que descansar sus huesos al atardecer. Una tarde cualquiera, hacía muchos años de eso, apareció ella junto a su hamaca, huyendo de un cacique yanomami que pretendía venderla a otra tribu, y, a los pocos días, dormían juntos.

A partir de aquel día él se ocupó en quemar una extensión pequeña de terreno para hacer su conuco y, después de un viaje a un pueblo que distaba cinco días de marcha para ir en busca de algunas cosas que les eran indispensables, plantó yuca, plátanos y alguna otra planta que les ayudara a sostenerse. Más tarde vino la construcción de la choza y, después de encontrar unos penetros de diamante mientras trabajaba en el conuco, se fue para venderlos en Ikabarú y volvió a los pocos días cargado de pollitos, gallinas, semillas y una pareja de chivos que, con el pasar del tiempo, hicieron el milagro de mantenerlos sin sufrir hambre ni estrecheces; pero Dios no les había concedido hijos y, aquello, les dolía en el fondo del alma hasta que pudieron asumir que vivirían solos el resto de su vida.

Los recuerdos se amontonaban en la cabeza del anciano; parecían oscilar al compás de sus pasos y, a semejanza de una carga mal puesta, le dificultaban el camino. En realidad habían sido felices. No les faltaba comida y la india sabía tejer con gran habilidad. La última ropa confeccionada que había llegado a su poder vino de manos de los evangélicos que se habían perdido en su periplo adoctrinador a través de la selva.

Lo malo de no haber tenido hijos, pensó el viejo, era que la choza y el conuco se perderían para siempre por falta de cuidadores. Cuando el sol llegó a su cenit, preparó una pequeña hoguera y se hizo un café sin azúcar. El agradable olor de la infusión le trajo un montón de recuerdos haciéndole soñar despierto, con tal realismo que, entre la hojarasca, creyó distinguir la silueta de su compañera haciéndole señas de que la siguiera por el camino que indicaba su brazo extendido.

El anciano conocía demasiado bien la capacidad mágica de la selva como para desatender aquella señal imperiosa que le hacía la sombra de su esposa difunta. Por eso, sin pensarlo mucho, apagó el fuego echando, con los pies, tierra encima de las brasas, apuró el café, cargó de nuevo el petate y comenzó a caminar en la dirección que había creído adivinar en el gesto de la mano inexistente de la sombra de su mujer. La jornada se le hacía dura, pero trató de vaciar sus fuerzas antes de acampar para reposar durante la noche.

Tumbado en la hamaca ligera, bien protegido por la tupida mosquitera, el anciano trató de dormir rodeado por la oscuridad cómplice de la noche recién nacida; pero sus esfuerzos se revelaron imposibles; su arrugada piel, con los años había terminado por adquirir el mismo olor de su compañera y, en el agitado duermevela, estiraba a veces inconscientemente el brazo esperando encontrar a su mujer en la punta de los dedos arrugados, sarmentosos. Cuando no la hallaba, se despertaba sobresaltado comprobando que la humedad de sus mejillas no era a causa del rocío sino de unas lágrimas, salobres y amargas, que corrían por su rostro buscando descolgarse hacia el suelo salvaje de la selva; a su alrededor, en la jungla, la vida y la muerte jugaban su eterna partida. Cazadores y cazados, asesinos y víctimas apostaban su vida en el juego de la supervivencia del más fuerte, ajenos al terrible dolor que anidaba en el alma del anciano; el amanecer le sorprendió tomando café sin que hubiera podido dormir.

A media mañana el hombre tuvo que vadear un arroyo y, ya en la otra orilla, pensó que lo mejor sería volver a su choza y morir, en soledad pero en paz, olvidando aquel loco impulso de escapar hacia ninguna parte; sin embargo, una nueva aparición de su compañera bajo la sombra de una ceiba, le insufló fuerzas para seguir caminando a pesar de que, frente a él, la sombra gigantesca de un tepuy auguraba un camino ascendente lleno de dificultades y fatiga.

Las jornadas se iban sucediendo monótonas, insensibles. Un día se le acabó el café, al siguiente el azúcar y, más tarde, el anciano, se quedó sin provisiones; tenía la incómoda impresión de que todo había terminado para él. Encontró una pequeña oquedad bajo una piedra y se acostó justo cuando oscurecía; antes de dormirse pensó con la indiferencia de quien no tiene futuro, y lo sabe, que aquel era lugar para morir tan bueno como otro cualquiera de la selva. A medianoche, abrió los ojos. Desde el fondo del hueco en el que estaba, le llegaba una extraña luminosidad, débil pero perceptible, cuyo origen se prometió descubrir al día siguiente.

Con las primeras luces del alba el anciano se puso a buscar en el fondo de la cueva y dio con una especie de pequeño túnel que parecía trepar por el vientre de la montaña. Al amanecer decidió cargar con sus enseres y, después de algunas horas de arduo esfuerzo, tras doblar un recodo del túnel, la luz del sol le deslumbró. Cuando sus ojos se acostumbraron a la cegadora luminosidad, cayó sentado: Ante él se desplegaba una pradera verde tapizada de césped, rodeada de tupidos árboles y dividida por un arroyo de aguas cristalinas; en el centro de la pradera crecía un árbol frondoso cargado de frutos multicolores parecidos a los higos y la temperatura era suave, como si el húmedo calorón que reinaba en la selva se hubiese quedado a la entrada del túnel.

Su primer impulso fue beber agua del riachuelo. La frescura del líquido pareció vivificarle por un momento; pero a los pocos minutos el hambre le anudaba las entrañas con una violencia que no había imaginado que pudiese existir. De pronto un conejo, criatura rara en aquellos parajes, se puso a beber indolentemente al lado del anciano. Con un movimiento rápido, el hombre, hizo presa en el animal y, con un veloz tajo de su cuchillo, lo degolló; pero cuando metió el conejo en el agua del arroyo con intenciones de lavarlo y despellejarlo, para su sorpresa, la herida del animal se cerró instantáneamente y el animal aprovechó el pasmo del hombre para huir.

El anciano estaba completamente seguro de lo que había visto aunque, en su interior, se negaba a creerlo. Pensó que, si era verdad lo que sus ojos habían percibido, podría herirse y la herida se cerraría cesando la hemorragia al contacto con el agua.

Desenfundó el cuchillo y cuando expuso su antebrazo ante los ojos para herirlo, pudo ver que en lugar del pellejo arrugado y la carne fláccida que tenía el anciano, aparecía una extremidad recubierta de piel firme, con los músculos latiendo llenos de vida que proclamaban una fuerza tan sólo comparable a la que tuvo en sus treinta años.

Una sospecha que iba tomando fuerza en su mente asaltó al hombre; cuando se asomó al tranquilo espejo del remanso lo hizo cuidadosamente, temeroso de que el agua le devolviera la imagen que temía ver. El rostro reflejado en el agua era el suyo, sí, pero con sesenta años menos.

La rala barba de color moreno había sustituido a la canosa que, hasta hacía muy poco tiempo, ornaba la cara del anciano. Poco a poco una idea se fue abriendo paso en su aturdido cerebro. Era muy posible que, sin quererlo, hubiese hallado la fuente de la eterna juventud; pero, pasado el primer momento de alegría, al contemplar la idea de una soledad eterna, pensó que la felicidad sería completa si viviera su esposa. Claro que, si el conejo muerto había vuelto a la vida, también el cadáver de su compañera podría sufrir el mismo cambio.

Como no tenía completa seguridad de que el efecto del agua fuese el mismo con un cadáver putrefacto, se emboscó, mató un capibara y lo dejó que se pudriera al sol, durante algunos días, alimentándose mientras tanto de los frutos del árbol que estaba en el centro de la pradera; durante ese tiempo observó que, cuantos más frutos del árbol comía, mejor iba conociendo el comportamiento de los animales. Un día, cuando el cadáver del capibara apestaba, lo arrastró hasta que logró meterlo por completo en el agua.

No había transcurrido ni siquiera un minuto desde que había sumergido el cuerpo muerto en el arroyo cuando el animal saltaba fuera del agua y se ponía fuera del alcance del hombre. Con una sonrisa en los labios se dijo que no tenía tiempo que perder. Llenó su cantimplora con agua del arroyo, cargó algunos frutos del árbol en el petate y, sin más dilación, se puso en marcha hacia su choza.

Las renovadas piernas del hombre parecían no andar sino volar a ras del suelo selvático; a la experiencia acumulada en caminar sobre aquel terreno durante años, se le añadía ahora una fuerza, una agilidad y una agudeza de percepción que nunca antes había sentido. La distancia que lo separaba de la tumba de la que había sido su compañera parecía desaparecer bajo sus pies, devorada a una velocidad que él hubiera considerado inconcebible aún en la flor de su juventud. Cuando días después avistó la choza, se desprendió de su carga, buscó una herramienta a propósito para su tarea y se dispuso a cavar en la tumba de su compañera sin tardanza.

El hedor que salía por entre las toscas tablas de lo que hubiera querido ser un ataúd era realmente insoportable. Cuando el hombre puso al descubierto los restos de su compañera, los gusanos hervían alborotadamente sobre el cadáver. Entró en la choza, se hizo con dos mantas y, superando el asco que le producía manipular aquel cuerpo putrefacto, colocó el cadáver sobre ellas, hizo un hato y, con ayuda de unas cuerdas se lo ató a la cintura. Después de cargar cuidadosamente su petate en el hombro, tras beber un poco de agua y comer un fruto, se internó en la selva dejando tras de sí un reguero de gusanos que se descolgaban de las mantas.

El hombre no quería darse tregua en su camino porque tenía prisa y, sobre todo, ganas de comprobar que todo cuanto había supuesto era cierto. Las fieras de la selva, excitadas por el olor a carroña que pasaba al alcance de sus fauces, aullaban y, algunas de entre ellas, trataron de disputar su presa al hombre; pero la enorme fuerza que tenía, el conocimiento del comportamiento animal que había adquirido y una astucia desconocida por él hasta ese momento, le permitieron salir incólume de aquellos violentos ataques.

Justo antes de llegar a las piedras que marcaban la entrada del túnel, el hombre se dio cuenta de que ni le quedaba agua para beber, ni tenía frutos para alimentarse; momentáneamente abatido por aquella circunstancia, decidió quedarse aquella noche bajo las piedras, velando el despojo de su compañera. Las primeras luces del amanecer iluminaron la arrugada piel del anciano que se encontraba totalmente agotado, sin rastro de la fuerza a la que ya se estaba acostumbrando. El arroyo quedaba a media jornada, tan cerca y tan lejos, que sintió una angustia sobrenatural ante el duro esfuerzo que le esperaba. Apretando los dientes con determinación, llorando de rabia, comenzó la colosal tarea de arrastrar a través del túnel las mantas con su macabra carga.

El anciano ya no era capaz de distinguir si lo que causaba el escozor en sus ojos era el sudor producido por el esfuerzo, el hedor que se desprendía del cadáver o las lágrimas dolorosas que vertía al ver tan lejana la meta de su ilusión. Durante horas luchó contra sí mismo, contra la fatiga y la tierra hasta que, por fin, llegó a la pradera casi al caer de la tarde. Con un último esfuerzo, arrastró la carga, irresistible ya en esos momentos, y logró sumergir el cadáver en las aguas al tiempo que él se lanzaba al arroyo.

Cuando los gusanos desaparecieron arrastrados por la fuerte corriente, ante los ojos del anciano, el cadáver, fue tomando color, se creaba tejido sobre las partes descarnadas de los huesos y, al cabo de unos minutos, su compañera, con treinta años de edad, salía viva del agua.

No hicieron falta palabras para transmitirse la felicidad que les producía aquel reencuentro; tras una noche eterna de intenso contacto corporal entre dos seres jóvenes y enamorados, después de un sueño reparador, el tibio sol iluminó dos cuerpos perfectos tendidos sobre la hierba.

Los días comenzaron a pasar iguales, dulces, con la suave placidez de lo hermoso. A cada amanecer que nacía bajo un sol cada vez más agradable, crecía el conocimiento que ambos tenían sobre el comportamiento de los animales y, como la pareja se alimentaba siempre de los frutos del árbol, las fieras comenzaron a llegar a las orillas del arroyo sin ningún temor. Al cabo de algún tiempo, tomaron consciencia de que podían entender lo que éstos expresaban y que ellos, de alguna manera, también podían entenderles.

El hombre era íntimamente feliz en aquel ambiente porque se estaban cumpliendo sus sueños más deseados, más íntimos: Ya estaban viviendo los dos en el jardín del Edén, ya se cerraba el ciclo en el que ellos eran los últimos seres humanos eternos e inmortales, el último Adán, junto a la última Eva, para marcar un nuevo comienzo de la humanidad en el que no habría reclutas del ejército venezolano, ni caciques “coño’e madres” que vendieran indias vírgenes a otras tribus.

Poco a poco, casi sin que lo notaran, la vida en aquel magnífico paisaje se fue haciendo muelle. La mujer pasaba la mayor parte del tiempo día comunicándose con los animales que llegaban al arroyo, paseando o haciendo el amor con el hombre. Éste, por su parte, además de compartir el día con su compañera, lo ocupaba en tejer cuerdas, tallar madera y pasar largo tiempo leyendo su sobada Biblia.

Un día en el que el hombre, exudando felicidad por todos sus poros, venía de leer los primeros capítulos del Génesis a la sombra del árbol, pudo ver a su pareja charlar animadamente con una descomunal anaconda que permanecía enrollada a los pies de la mujer; ambos parecían muy divertidos mientras la serpiente parecía señalar con su lengua bífida en dirección a un árbol que aún no habían descubierto hasta ese momento.

Cuando el hombre se fijó bien en aquel árbol, se dio cuenta de que, en las mismas ramas, crecían mezcladas manzanas, piñas, naranjas, guayabas y cuanto fruto se pudiera imaginar. De repente, en el cerebro del hombre, se materializó la imagen bíblica de Eva y la serpiente. Sin mediar palabra, agarró a su compañera y, con ayuda de una cuerda, la ató al tronco de un árbol a pesar de sus protestas.

Durante días, soportó impasible la agonía de la mujer hasta que, una mañana, en el lugar que ocupaba su compañera en el árbol, amaneció una masa informe llena de gusanos. Con lágrimas en los ojos, el hombre, abandonó la pradera por el túnel, sin haber cogido agua del arroyo, con rumbo a una muerte segura; pero el camino hacia su final le sería mucho más leve acompañado por el convencimiento de que, por su culpa, no nacería una humanidad condenada a morir asfixiada en sus propios errores.