EL ANUNCIO

El hombre, cansado de trazar recorridos sin sentido por todas las habitaciones, recaló en el jardín trasero y, al comprobar que ni siquiera el perro saltaba para saludarle como era lo habitual, se declaró vencido; de vuelta en el salón, lugar en el que había comenzado su periplo, se sirvió dos dedos de vodka helada en un vaso, tomó asiento en el sillón grande de cuero y pensó que, definitivamente, a la casa le faltaba algo.

Desde que ella se había marchado de la vivienda, era como si el tiempo girase sobre sí mismo en un bucle criminal que hacía todos los días iguales, una copia de los anteriores, sin transcurrir realmente; las jornadas se habían convertido en una mala imitación de la vida en la que las horas parecían arrastrarse grises, sin altibajos, como si no existiese el paso del tiempo.

Paladeando un sorbo de vodka que no le sabía a nada, el hombre hizo una mueca con los labios, algo parecido a la sonrisa de un soldado vencido, al pensar que las horas se habían rebelado contra el reloj que las aprisionaba y, rompiendo el duro molde de los sesenta minutos que las limitaban, corrían libres por el día adoptando la duración que les daba la gana.

Quizás por esa razón los segundos que apenas unos días antes pasaban exactos, regulares, ahora se estiraban o encogían a voluntad para conseguir extrañas jornadas de sesenta y cuatro horas o más; pero cuando llegaba el final del día siempre quedaba en la mente la impresión de que había sido igual al anterior.

Convencido de que el vodka no lograría cambiar su estado de ánimo, dejó el vaso sobre la mesa auxiliar y, cerrando los ojos intentó abstraerse al paso del tiempo; pero el silencio que reinaba en la vivienda, la ausencia de sonidos que rompieran el brutal vacío que le rodeaba, le convenció de que su intento había sido en vano porque, las estancias calladas, la afonía de los objetos cotidianos que antes cantaban a la felicidad, le impedía pensar en otra cosa que en la partida de la mujer que más había amado en su vida.

A la casa le faltaba algo, seguro.

Como si al cuero del sillón le hubiesen crecido agujas en la superficie, el hombre se puso en pie de un salto; pero tras dar un par de pasos se dio cuenta de que no sabía a dónde ir y se quedó de pie en el centro de la sala con las manos en los bolsillos mirando a ningún lugar en actitud estúpida. Cuando pudo darse cuenta de que no tenía conciencia de lo que estaba haciendo, miró alrededor hasta que sus ojos chocaron con una fotografía; su mirada quedó empotrada, presa de aquella imagen desde la que ella le miraba sonriente comenzando con un tiempo pasado, todavía reciente, en el que las disputas, por graves que fueran, podían solucionarse con un beso en los labios.

En el momento que pudo sustraer su mirada a la trampa de aquellos ojos que le miraban desde un pasado cercano, una vez recobrado el movimiento, decidió acercarse al cuarto de baño para tratar de desatascarse el pensamiento con una ducha de agua helada; pero al entrar en la estancia alicatada y ver un cepillo de dientes en un vaso cerca de la anilla de la que colgaba una toalla, al lado de la percha que sujetaba un albornoz, comprendió que su vida había terminado por olvidar cómo se contaban las cosas por pares y adquirió la consciencia de que estaba solo.

A la casa le faltaba, resumiendo, por lo menos, la mitad de todo.

Derrotado de nuevo en su intento de huir de sí mismo, de sus pensamientos, sus pies, como si no necesitasen obedecer las órdenes del cerebro, se pusieron marcha hacia el dormitorio arrastrando al hombre en la inercia de los pasos y, cuando quiso detenerse, el mal ya estaba hecho; la visión de la cama que había evitado durante días durmiendo en el sofá, las sábanas que todavía guardaban la huella del cuerpo femenino y el rastro de aquel perfume inconfundible le golpearon en el alma con la fuerza de un mazazo.

Con movimientos descontrolados, como una marioneta sin un titiritero que supiera manejar los hilos con algo de habilidad, el hombre cayó de rodillas en la alfombra con un golpe seco que roló por el aire de la habitación y hundió la cara en las sábanas revueltas, arrugadas; pero el leve rastro de olor a piel de la mujer que captó su olfato, unido al frío sideral que le devolvió el suave tejido de la colcha, hicieron que sus ojos se abriesen y, tras muchos días de dolor seco, un mar de lágrimas empezó a drenar todo el dolor que le había martirizado.

El hombre se quedó dormido en la misma postura que había caído junto a la cama; por primera vez en una semana logró descansar durante algunas horas sin despertarse sobresaltado por un ruido de pasos inexistentes, o por el sonido de una llave en la cerradura que nunca se producía. Volvió a la realidad de manera gradual, despertando los músculos uno por uno; con gran esfuerzo logró abrir sus manos para soltar las sábanas, irguió la espalda, se puso en pie y se dirigió al cuarto de baño.

Después de cepillarse los dientes enérgicamente, el hombre se colocó bajo la ducha y, cuando se sintió suficientemente limpio y relajado, tras mucho tiempo frotando su piel como si deseara arrancarse los recuerdos por la piel, secó su cabello, se puso ropa limpia y se dirigió a la cocina para prepararse un café.

El aroma de la infusión, en lugar de trasladar su mente al pasado como había hecho durante los últimos días, le proyectó hacia un futuro inmediato.

Tenía que volver al trabajo, debía recuperar su ritmo normal de vida y, tras hacer borrón y cuenta nueva, mirar al frente a pesar de la poca fe que le quedaba en el mañana. Si la vida se le había detenido por completo durante algunos días, tampoco era cuestión de acostarse en mitad de la existencia para esperar a que llegara la muerte. Pero, a pesar de su recién estrenada forma de ver la vida, a la casa le seguía faltando algo, estaba seguro de ello.

El hombre llamó por teléfono a su oficina para decir que al día siguiente iría a trabajar y, después de colgar el aparato, decidió salir a respirar el aire fresco de la mañana. Una vez en el jardín se dio cuenta de que las horas habían recuperado su duración habitual y, para llenarlas con una actividad que le hiciese más soportable el paso del tiempo, pensó que podía dar una vuelta por el garaje para descargar un poco las estanterías llenas de cachivaches.

Cuando se encontró frente a frente con las cajas apiladas llenas de revistas viejas, libros y otras cosas que ya no se utilizaban, el hombre pensó que ojalá su vida estuviese tan llena como aquel garaje que se había convertido en trastero porque, desde que ella se había ido, a la casa le faltaba algo.

Habían pasado sólo un par de horas desde que el hombre comenzara a poner orden en el garaje cuando dio el trabajo por terminado contemplando orgulloso los resultados de la tarea; correctamente ordenadas en las estanterías, estaban las cajas con rótulos que informaban claramente del contenido de cada una. La cuidadosa colocación de los cartones daba la impresión de guardar un orden preestablecido; pero aún con todo, él pensó que seguía habiendo demasiados trastos.

Mientras descansaba en uno de los sillones del jardín intentando encontrar una forma de quitarse cacharros de encima, el hombre pensó que no sería mala idea poner todos aquellos libros en venta; pero la sola idea de tener que mover todas las cajas a una librería de lance, o avisar a una furgoneta para que se encargara del transporte, le pareció en esos momentos una tarea descomunal.

De cualquier manera, tarde o temprano debería quitarse de encima aquel montón de papeles que ya no utilizaba, porque no cumplían más función que la de ocupar un espacio que podía servir para otras cosas.

De pronto en el cerebro del hombre empezó a despuntar una idea que, tras despejar el enmarañado camino lleno de ausencias, recuerdos y penas que le impedían abrirse un pasadizo franco hasta la consciencia, estalló con la fuerza que sólo puede tener la simplicidad de lo evidente: A la casa no le faltaba nada sino que le sobraban muchas cosas de las que debía prescindir.

Feliz por haber hallado la solución a sus problemas, el hombre se dirigió a la cocina, preparó un café y, sobre la mesa en la que tantas veces había comido con ella, se dedicó a preparar una lista de las cosas que le sobraban; empleó mucho tiempo en escribir y tachar hasta que consiguió el resultado que andaba buscando,

Después de pasar a limpio el pequeño inventario de las cosas que ya no le eran útiles, se dirigió al salón y, tras acomodarse en el sillón, buscó en la guía telefónica el número de un periódico de tirada nacional en el que pensaba poner un anuncio en la sección de clasificados. Por fin había resuelto el problema que le había estado preocupando; para este tipo de venta, no era necesario sacar los trastos de la casa.

A la mañana siguiente, miles de lectores se sorprendieron al leer un anuncio a doble columna, con fondo en color y remarcado en negro que decía:

VENDO, por cambio determinante de vida, los siguientes elementos: Una soledad recién estrenada, con pocos días de uso, por no necesitarla más; una pareja estable, tres años de felicidad comprobada, rota por uno de los extremos; un cuaderno lleno de palabras amorosas, sin estrenar, por no tener necesidad de utilizarlas; la mitad de un saco lleno de proyectos concebidos para dos, por tenerlos que llevar a cabo en solitario; la palabra hogar, poco usada en tres años, por haberla cambiado hace no mucho por la palabra vivienda y un cajón lleno de sonrisas, aún sin usar, por no poder entregarlas ya a su destinataria. Escucho ofertas aunque todo esto lo cambiaría gustoso por un poco de cariño o por dos minutos de verdadero amor.