CON POCAS PALABRAS

1

Con pocas palabras se pueden decir muchas cosas pensaba el hombre, mientras veía cómo la mujer recogía desordenadamente faldas y blusas en una maleta, abierta sobre la que hasta entonces había sido la cama matrimonial; como ajeno a la escena, observaba en el rostro de la que había compartido su vida el ceño adusto, tercamente furioso, que no adquiría ternura a pesar de que dos gruesos lagrimones colgaban peligrosamente de la barbilla femenina.

La vida, a buen seguro, les había hecho alguna mala pasada escamoteando la pasión en primera instancia y escondiendo después el amor que se tenían, dejando en su lugar una especie de hastío brutal que ninguno de los dos había sido capaz de romper. Detrás quedaban años de convivencia, algunos más de coexistencia, y una pareja desmembrada e irreconciliable.

Sin previo aviso, la mujer se irguió orgullosamente, miró a los ojos del hombre como buscando explicación a lo que estaba sucediendo y por un momento pareció que estaba deseando hablar para romper el silencio; pero después de sacudir negativamente la cabeza con un deje de abatimiento, negándose algo a ella misma, volvió a la rabiosa tarea de atascar la maleta con sus enseres, como si ya no mereciera la pena cruzar palabra alguna entre ellos.

El hombre, con el hombro apoyado en el marco de la puerta, los brazos cruzados a la altura del pecho, seguía con sus ojos los nerviosos recorridos de la que había sido su compañera, que amenazaban con trazar una senda desde el armario a la cama a tenor del furioso zapateo con el que los llevaba a cabo. Cerró los ojos tratando de hallar en su interior la palabra definitiva que permitiera edificar una última conversación sobre ella; pero el movimiento de los labios de la mujer que dejaban adivinar una cadena de reproches sin sonido, le hizo desistir.

Ella, por su parte, tenía la molesta impresión de estar amontonando sus años de matrimonio en la maleta. Todos ellos, uno por uno, en ese instante en que la pareja estaba a punto de estallar en miles de añicos afilados que de manera irremisible herirían letalmente a los dos, se presentaban ante ella desde el recuerdo, tan retorcidos y arrugados como la ropa que apretaba con fuerza en el vientre de la maleta: desordenados, descuidados y, algunos de ellos, sucios en extremo.

Tampoco ella comprendía en qué curva exacta, en qué punto del recorrido de su historia en común, se había apeado el cariño dejándolos irremediablemente solos, frente a frente. Apenas un instante antes hubiera querido hablar para vaciar el dolor que se le había acumulado en el pecho durante años de silencio, de incomunicación; pero la íntima convicción de que nada se arreglaría con palabras, la hizo abortar su empeño antes de que hubiera llegado a nacer.

Una fotografía, del tiempo aquel en el que aún ejercían como pareja, la observaba atentamente desde la pared del dormitorio; en el cartón de brillantes colores que empezaban a tomar un tono amarillento, las sonrisas de aquellos dos jóvenes, ya olvidados o quizás desconocidos, le abrió una herida en el alma que ella creía cicatrizada para siempre. El violento dolor que sintió en el pecho, a la altura de la tumba en la que había intentado enterrar sus sentimientos, le recordó que todavía estaba con vida y volvió a su tarea.

El hombre abandonó su postura de falso abandono y se dirigió a la sala con pasos lerdos. Desde la librería, la fotografía del día de su boda se burlaba amargamente de él. Aquella mirada inocente en los ojos femeninos nada tenía que ver con la que acababa de observar en el rostro crispado de la mujer que recogía sus pertenencias; pero, a fuer de ser sincero, tampoco se parecían en nada los ojos brillantes de ilusión que él mostraba desde la fotografía, a los que había podido observar en el espejo esa misma mañana, tan tristes, tan vacíos.

Sentado en el sillón encendió un cigarrillo, echó hacia atrás la cabeza y pensó que si hubiese hablado antes, quizás las cosas hubieran dado un giro, pero estaba convencido de que las palabras serían inservibles en aquella situación extrema; un dolor sordo en el pecho le recordó que todavía tendría que vivir algunos años más, y se concentró en las volutas de humo que ascendían pausadamente hacia el techo del salón.

La mujer cerró la maleta con gesto áspero y salió del dormitorio, no sin antes dejar que su vista recorriera por última vez todos y cada uno de los rincones de la que hasta entonces había sido su casa, la que una vez fue su hogar. Al pasar por delante del que fuera su esposo se detuvo ante él en obstinado silencio y, cargada con la maleta, le dedicó una mirada gélida, despreciativa; cuando él se levantó presuroso haciendo ademán de ayudarla con el equipaje, la mujer dio un paso atrás cogiendo el asa con las dos manos, como queriendo evitar que se la arrebataran, mientras él se dejaba caer en el sillón sin fuerzas ya para intentar otro gesto amable y cerró los ojos, derrotado, muerto por dentro.

Cuando reunió el valor suficiente para abrirlos de nuevo, pudo ver que la mujer estaba en la puerta de la vivienda, que le miraba, que parecía dispuesta a decir algo; pero ella sólo abrió la boca para pronunciar dos palabras que dejaron en el aire un fétido olor a desprecio:

- ¡Hasta nunca!

Con pocas palabras se pueden decir muchas cosas, pensaba el hombre mientras encendía otro cigarrillo, con los oídos todavía zumbando por el ruido del portazo que ella dio al salir que fue la demostración última del amor que se habían tenido.

2

Con pocas palabras se pueden decir muchas cosas, pensaba el preso mientras, tumbado en el jergón con las manos bajo la nuca repasaba minuciosamente, con la mirada perdida en el techo de la celda que ocupaba en la prisión, lo que había sucedido durante el día que agonizaba lentamente a través de las rejas del ventanuco, que parecían recortar el cielo crucificándolo en los herrumbrosos barrotes.

El hombre había tenido una visita inesperada aquella misma mañana. Con más curiosidad que otra cosa se dirigió a la sala de espera del locutorio para saber quién querría verle después de tanto tiempo de encierro. Mientras trataba de estirar las horas hasta que le tocase el turno, ajeno por completo a la cháchara ruidosa y excitada de sus compañeros de infortunio, pensaba con monomanía que la vida, verdaderamente, era muy rara.

Mientras se liaba un cigarrillo de picadura que le habían regalado, fijó la atención sobre sus manos, unas manazas morenas de labrador que, a fuerza de inactividad, casi habían perdido los callos; aquellas eran sin duda unas manos honestas, trabajadoras que, sin embargo, habían sido capaces de quitarle la vida a otro ser humano. Poco importaba en ese momento quién estaba en lo justo, ni por qué se inició la pelea a la puerta del bar del pueblo; la muerte de uno siempre termina por acusar al otro aunque el asesino esté en posesión de la razón.

Después de aquella noche de sangre y violencia explosiva se había despertado en una comisaría de policía, sucio de vómitos, con resaca y una especie de vacío negro en la cabeza que era incapaz de llenar con recuerdos fidedignos. Luego, durante los interrogatorios, los agentes se encargaron de aclararle las ideas y, abatido, empezó a comprender que en la trifulca mantenida con Benito, el hijo mayor del alguacil, le había dado muerte de dos certeras cuchilladas en el pecho. En aquellos momentos duros de la declaración, poco importaba quién le había dado el cuchillo, ya que él nunca iba armado, ni tampoco quienes fueron los instigadores de la riña; el resultado estaba claro como el día de su primera comunión: Benito, el del alguacil, estaba muerto y, él, preso.

Encendió el cigarrillo con un fósforo que apestó con vapores azufrados la sala de espera y pensó amargamente en el hecho irremediable que, hacía tan sólo tres días, le habían comunicado la sentencia del tribunal que lo juzgó. Ya no merecía la pena pensar en que el abogado, de oficio, como corresponde a un pobre, no hubiera hecho lo suficiente para librarlo de alguno de los veinte años a los que le habían condenado; ¿para qué ir pregonando que los pobres no tienen derecho a la misma justicia que los ricos si, además de que todos lo sabían, nadie podía hacer nada?

El funcionario que gritó su nombre para ir al locutorio le dijo que se dirigiera a la cabina seis. Entró, cerró la puerta y se sentó; pero casi sin tocar el asiento se puso en pie como impulsado por un resorte: ante él, al otro lado del vidrio, huesuda y enlutada pero con los ojos más tiernos del mundo, estaba su anciana madre que lo miraba con un cariño sin fondo. Durante algunos minutos ambos se observaron con ternura hasta que la octogenaria tomó asiento, fatigada sin duda por la tremenda emoción de ver a su hijo entre rejas.

La mujeruca contemplaba a su hijo atentamente, como si quisiese grabar la imagen del hombre para arrastrarla con ella fuera de la cárcel. La anciana descubrió en los ojos de su hijo una luz más fría, una mirada cansada y podría jurar que habían perdido el brillo que tenían en el pueblo; también le adivinó en el alma un dolor indiferente, como apagado, que debía estar corroyéndole las entrañas y, sin saber cómo, le supuso una tristeza honda que, a pesar de imaginársela tremenda, ella no podría conocer jamás por mucho que lo intentara.

El hombre contemplaba a su madre con el pleno convencimiento de que esa sería la última vez que podría verla con vida.

Acariciándola con la mirada, le contó las innumerables arrugas del rostro, de muchas de las cuales era el causante, y no dejó de percibir el ligero temblor en las manos de la anciana. Trató de saber qué había impulsado a su madre para viajar cientos de kilómetros con el solo objeto de verle a él; pero la enorme amargura, la abismal soledad que leyó en aquellos ancianos ojos preñados de dolor le nublaron la vista.

Permanecieron callados durante todo el tiempo que duró la visita, acariciándose con los ojos a través del grueso vidrio que los separaba y, a ratos, él soñaba que volvía a esconderse en el regazo materno para dejarse mimar por aquellas manos sarmentosas que sabían de limpiar mocos y poner paños calientes, con el cariño desinteresado que sólo una madre sabe desplegar, que estaban siempre dispuestas tanto a cavar en la huerta para ayudar la magra economía familiar como a cuidar los animales del corral que, a la larga, completarían el humilde y magro puchero o se convertirían, gracias al trueque, en pan, aceite o pescado salado. Ella, sólo durante un momento, creyó ser capaz de traspasar el vidrio blindado y se apoyó en aquel pecho varonil, fuerte, que había notado crecer en sus entrañas hacía tantos años.

Los altavoces, con una voz distorsionada, gangosa, fría como las entrañas del demonio, comunicaron que sólo faltaban cinco minutos para finalizar el turno de visitas. La mujer hizo un gesto con las manos, entre interrogante y esperanzado, que el hombre entendió sin necesidad de muchas explicaciones; pero no quiso darse por aludido y guardó un silencio hermético, porfiado.

El hombre, en la celda, mientras veía cómo el ventanuco se oscurecía, pensaba que al final de aquella visita de su madre después de sonar el aviso por los altavoces se había producido un milagro; pero, lo que había sucedido, no estaba demasiado claro para él; a la exigua luz del cigarrillo, su memoria le desveló la verdad escondida en aquel vacío del recuerdo.

Su madre había puesto la palma de la mano sobre el vidrio y él le había correspondido colocando una de sus manazas sobre el mismo lugar al otro lado del cristal; el hombre hubiera podido jurar que el vidrio había dejado de existir porque, además de notar el calor de la piel materna, pudo sentir los callos de la anciana sobre su mano.

Después, unas lágrimas perturbadoras se escaparon de los ojos masculinos cerrados, al tiempo que su madre inclinaba la cabeza con aquel mismo ademán que tan bien conocía desde que era tan sólo un niño con toda la vida por estrenar. Cuando la anciana volvió a repetir el gesto interrogante, él no pudo evitar decir que “veinte años, madre”.

Al escuchar lo que había dicho su hijo, la anciana pareció encogerse sobre sí misma, como si hubiese recibido un mazazo mortal. Agachó la cabeza y, tras unos segundos de silencio denso, la levantó de nuevo, con los ojos anegados en lágrimas, como buscando confirmación a lo que ya sabía con certeza; al percibir el gesto afirmativo en la mirada del hombre, pareció derrumbarse por completo y tuvo que apoyarse en la pared para no perder el equilibrio, se cubrió los ojos y exclamó:

- ¡Pobre hijo mío!

Con pocas palabras se pueden decir muchas cosas, pensaba el preso mientras preparaba la sábana con la que pensaba poner fin a sus días.

3

Con pocas palabras se pueden decir muchas cosas, pensaba el anciano mientras perdía su vista por el monte reseco. Entre sus manos tenía un papel azul que, arrugado a fuerza de ser retorcido entre unas manos fuertes acostumbradas al uso del azadón, le comunicaba con palabras elegantes, y sobre todo muy patrióticas, la muerte de su hijo frente a un pelotón de fusilamiento; el telegrama, muy breve, puntualizaba que se había ejecutado la sentencia dictada por el tribunal militar que había condenado al hijo por su pertenencia al Ejército Republicano.

¡Maldita guerra! pensó el viejo labrador sin sentir demasiado rencor en el pecho, aunque era ya el tercero de sus hijos varones que sólo volvía a casa en forma de nombre escrito en un papel oficial, mientras caminaba con paso cansino hacia el banco de piedra en el que solía tomar el agradable sol de las mañanas de Marzo.

Cuando tomó asiento, se quedó mirando hacia la sierra que empezaba a mostrar un color verde que rompía el tedio de los secanos que rodeaban la aldea.

¡La aldea!

Un conjunto de casas construidas con piedra, situadas al pie de las lomas tapizadas de pinos que daban cara a un paisaje seco, desolador, en el que se luchaba duramente contra la tierra mezquina empeñada en producir lo justo para que la gente no muriese de hambre.

¿La aldea?

Una caterva de familias que mantenían, al calor de la costumbre, rencillas tan viejas como la pequeña torre que se alzaba orgullosa en un altozano, construida por gentes que necesitaban vigilar los caminos más que proteger a la población.

El viejo alisó el telegrama en su muslo, ayudándose de la palma de su mano, lo dobló y lo guardó en un bolsillo de su gastada chaqueta. Luego, con manos temblorosas, sacó la petaca y lió un cigarrillo de cuarterón que encendió con el yesquero, pero la bocanada de humo que exhaló, no le dio ningún placer ni le relajó como solía; el telegrama, en el bolsillo interior de la chaqueta, cerca del corazón, latía como algo vivo, maligno, que le impedía contemplar el paisaje con la tranquilidad necesaria para disfrutarlo.

Cerrando los ojos el anciano pensó que, si su mujer estuviese con vida, se llevaría un disgusto al conocer la muerte de uno de sus hijos, el tercero ya, en una guerra que se desarrollaba en la misma España, sin saber para qué servía tanto muerto, tanta familia de luto, tanta sangre joven derramada sobre un terreno yermo que no valía ni para plantar una huerta decente; pero Dios se la había llevado hacía poco más de un año, ahorrándole el mal rato de saber que su hijo menor, al igual que los dos mayores, también había perdido la vida.

¡La vida!

Una eterna cadena de madrugones, escarchas, hielos, soles inclementes, sudor y cansancio, que llenaban el duro tránsito de la cuna al sepulcro, sin más entretenimiento que la taberna, los partidos de pelota en el trinquete y correr ante las vacas bravas durante las pocos días que duraban las fiestas patronales.

¿La vida?

Una lucha constante contra la tierra reseca, perdida de antemano, en la búsqueda de un sustento que no siempre era capaz de llenar el estómago de la familia y que debía completarse, muy a menudo, con el pobre resultado de la caza con hurón, con cepos o, simplemente, con los frutos que crecían silvestres, los caracoles, algunas ranas y el magro resultado del huerto.

Por un momento, el anciano labrador comprendió que la vida en la Guerra Civil, vestido de uniforme, no debía de ser tan distinta a la vida en el pueblo; la única diferencia era que, en la guerra, el enemigo disparaba para matar y, en la aldea, uno moría lentamente sin poder defenderse.

El viejo labrador también había conocido la milicia en su juventud, fue enviado a Cuba, y sabía de raciones cortas, de alpargatas gastadas, de calor húmedo y del temblor que sacudía las manos después de los tiroteos; si sus hijos habían muerto por luchar contra las tropas sublevadas del General Franco, él y su generación, habían conocido las luchas en Ultramar que, por el ansia de poder de unos pocos, y por los intereses comerciales de los terratenientes, desangraron parte de la juventud de España en aquella estúpida guerra.

¡La guerra!

Interminables jornadas de marcha con un pesado bulto a la espalda, noches de guardia bajo la brutal temperatura de los manglares, el ataque de los enormes mosquitos maranguanes, el hambre insaciable y el miedo tan pegado a la piel como la suciedad y los mismos piojos.

¿La guerra?

Una sucesión de órdenes ladradas por oficiales a caballo, más pendientes del ascenso, la fama y las condecoraciones que de salvaguardar la vida de los soldados que combatían a sus órdenes.

El anciano se levantó del banco, sacudió maquinalmente la trasera de sus raídos pantalones de pana y encaminó sus pasos hacia la casa; pero, al darse cuenta que allí, desde que las hijas se casaron y se fueron a vivir a la ciudad, no le esperaba nadie más que la soledad y los recuerdos agazapados en los rincones, cambió de rumbo dirigiéndose hacia la taberna del pueblo pensando que allí, al menos, encontraría gente con la que podría hablar, desahogarse y pasar el rato sin tener la necesidad de pensar en nada: A veces una conversación, por muy vacía que ésta fuera, podía servir, al menos por un tiempo, de compañía para quienes, como a él, se le oxidaban las palabras en el pecho a fuerza de no usarlas.

Cuando el viejo entró en la taberna, después de saludar a los pocos parroquianos presentes a esas horas, pidió un vaso de vino y fue a sentarse cerca de la estufa de hierro que, a pesar de que la primavera estaba en puertas todavía estaba encendida, para encerrarse en un mutismo obstinado, distante, ajeno a cualquier presencia que no fuera la de sus pensamientos; pero, como las noticias suelen difundirse rápidamente en las aldeas, todos sabían de la muerte de su hijo y tuvo que aceptar, con apretones de manos, los pésames y las condolencias de sus vecinos, que le hicieron siempre de forma disimulada y en voz baja para no ser oídos ni vistos.

El anciano pensó que aquella guerra que había conseguido dividir España en dos territorios era, con diferencia, la peor de todas las que él había tenido noticia. Mentalmente la comparaba con esas peleas familiares, entre hermanos, por una herencia, por unas tierras que, al final, tampoco iban a sacarles del hambre y la miseria más negra; pero desde el momento en que los políticos se enquistaron en el poder inclinando Jueces y Leyes a favor de los más ricos de manera descarada, España se había convertido en un polvorín que, para desgracia de todos había estallado hacía menos de dos años. A los españoles les había hecho mucho daño la política.

¡La política!

Una ocupación para señoritos y gentes de mal vivir. Los primeros, porque no tenían nada mejor que hacer y, los otros, porque no querían hacer nada; una manera de buscar el propio beneficio olvidando a quienes ayudaron a los que ahora ostentaban el poder, en los momentos más difíciles de su trayectoria personal en busca de votos y apoyos.

¿La política?

Una manera de enfrentar entre sí a la gente honrada mientras medran los que se apoyan en los demás, para auparse al poder trepando sobre montañas de cadáveres y cruzando, piensan ellos que sin mancharse, ríos de sangre.

Con el quinto vaso de vino el paciente labrador dejaba de serlo por momentos; al compás de sus pensamientos sintió cómo la ira le iba dominando poco a poco y sus manos comenzaron a temblar como lo hacían, en la campaña cubana, después de un combate.

La visión de sus tres hijos muertos, dos en el frente y uno ante un pelotón de fusilamiento, ensangrentados, cosidos a balazos, con los ojos aún abiertos por no haber un alma buena que se los cerrase, le golpeaba la mente con la insistencia de un batán; la idea de que todo cuanto él había trabajado para dejarlo a sus hijos se perdería irremisiblemente, o sería causa de un enfrentamiento entre sus hijas, comenzaba a desquiciarle.

Con el décimo vaso de vino, el abuelo sentía bullir en sus entrañas una rabia salvaje que le impedía permanecer quieto en la silla que ocupaba. Sus hijos varones muertos por causa de un general bajito, de ridícula estampa, que decidió un día no tener en cuenta la opinión de todo un pueblo y, favoreciendo a los más ricos, aprovechó la falta de entendimiento entre los políticos electos, también sedientos de poder, dio un golpe de estado para tomar las riendas de un país hundido en la miseria, hambriento y sin futuro.

Sus hijos varones muertos, pensaba el anciano, por causa del enfrentamiento entre un grupo formado por algunos pobres venidos a más, sindicalistas que habían olvidado la razón de ser de los sindicatos y políticos chaqueteros que pensaban medrar con la República lo que no pudieron hacer en la Monarquía y otro grupo compuesto por terratenientes, industriales y católicos a machamartillo, encabezado por aquel general meapilas que pensaba sustentar su poder en las tres columnas, Ejército, Iglesia y Capital, que durante muchos años habían asfixiado a los más pobres. En un momento de ira incontenible, gritó para hacer añicos el silencio de la taberna.

- ¡Me cago en dios, en Franco y en la puta que los parió!

Con pocas palabras se pueden decir muchas cosas, pensaba el anciano, maniatado en la caja de un camión en compañía de otros labradores, mientras un pelotón de la Falange, armado con fusiles, los conducía en su último viaje hasta las tapias del cementerio del pueblo.