¡Allahu akbar!

La fortuna de algunos sobre su pedestal
La fortuna de algunos sobre su pedestal

El 17 de enero de 1991, entonces yo trabajaba en el diario “El Informador” de Santa Marta, Colombia, encabezaba con este mismo titular el artículo de opinión que, aquel día, hablaba sobre el inicio de la Guerra del Golfo. Hace un poco más de veintitrés años de aquel luctuoso hecho y hoy, viendo lo que sucede en todo el mundo, me veo en la obligación de repetir cabecero. Por si alguien no lo sabe esta expresión en árabe es una exclamación utilizada, entre otras cosas, para animar a quien entra en combate; es, pues, el grito de guerra de cualquier musulmán que se embarque en una guerra santa y, según sus clérigos extremistas, todo lo que sea combatir al infiel, al que no piense como ellos, es una guerra santa.

 

Si hacemos un recorrido mental desde el principio de la historia humana, no se puede afirmar qué palabras han causado más muertes; pero estoy más que seguro que “libertad” y “religión” están entre las más esgrimidas para justificar guerras, atrocidades, torturas y asesinatos. Hoy vamos a ocuparnos del parapeto religioso tras el que se escudan mentes retorcidas que, en su locura, consideran que la imposición de una religión, es motivo justificativo del asesinato en masa.

 

La libertad religiosa debe ser un hecho. Cada cual tiene derecho a ejercer sus creencias, laicas o religiosas, en un clima de tolerancia; pero el hecho de haber consentido todos los excesos durante décadas, el miedo a poner a cada cual en el sitio que le corresponde, nos ha llevado a que los hijos de aquellos inmigrantes que acogimos en nuestras sociedades, se hayan criado en un gueto ideológico en el que, desde un principio, se les ha condicionado para odiar la sociedad en la que viven. Desde luego, no son todos; pero sí un gran número de jóvenes musulmanes que, para vivir a su bola, pretenden que todos abracemos la fe islámica, que seamos degradados al rango de herejes o infieles a los que hay que eliminar.

 

Los fundamentalismos, la radicalización de las ideas, sean de una u otra facción, son demoledores para la sociedad democrática porque suponen que, una de las partes en conflicto, se niega a dialogar escondida tras el disfraz de imponer condiciones innegociables para iniciar un acercamiento. Y ese fundamentalismo está comenzando a hacer estragos porque, a causa de cogérnosla con papel de fumar, a causa de confundir la tolerancia con el libertinaje total y, sobre todo, por dejar que predomine lo políticamente correcto sobre lo que es justo, hemos estado incubando durante años verdaderos nidos de serpientes que, ahora, se preparan para atacarnos desde dentro.

 

En Europa hemos tenido ejemplos de fundamentalismo católico o cristiano desde siempre y, a menudo, estos fundamentalismos han dado lugar a barbaries sin cuento. Recordemos que el arzobispo católico Arnaldo Amalric, durante la cruzada albigense de 1209, al ser informado de que en la ciudad de Béziers que estaba siendo sitiada había tanto albigenses como católicos, dijo: "¡Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos!". Unamos a esto la Inquisición, inventada por los franceses y optimizada por el clero español, o las matanzas de católicos y tendremos un pálido reflejo de las animaladas cometidas en nombre del Dios bíblico. Y cuando pensábamos que estas “cruzadas” de limpieza religiosa habían pasado al olvido, nos encontramos con que jóvenes nacidos en Europa, hijos de emigrantes musulmanes que un día abandonaron su país para buscar un futuro mejor en el Viejo Continente, están viajando a Oriente para preparar una yihad y, desde allí, ponen voz a los deseos del Estado Islámico de Irak y el Levante, ISIS por sus siglas en inglés, llamando a más jóvenes para que “dejen sus coches caros y sus comodidades y se unan a ellos para sentir su honor” (sic). La yihad, equivalente al concepto judío del miljemet mitzvá, es una obligación religiosa que se exige a todos los musulmanes para extender la religión del profeta Mahoma.

 

El hecho no es nuevo; pero si hasta hoy eran individuos aislados los que ejercían como lobos yihadistas solitarios, como el caso de Toulouse o el de los dos hermanos de la maratón de Boston, hoy los que vuelven ya entrenados tienen un apoyo y, ahora que ISIS ha conseguido apropiarse de la refinería de Biyi, el mayor centro petrolífero de Irak, también disfrutarán de un fuerte sustento económico; pero, ¿en realidad ISIS supone un grave problema? La respuesta es sí, con matices, porque uno de los problemas más graves que presenta esta situación es que no van a faltar hijos de la gran puta que les compren petróleo a precios preferenciales para financiar a los fanáticos, ni mal paridos que les vendan armas para que los terroristas continúen con su yihad.

 

Y es que los fanatismos son malos. Si me da pena ver a niñas preadolescentes esperar durante días a un cantante de moda o llorar porque lo han visto, más rabia siento cuando veo sonreír beatíficos, babeantes de orgullo, a quienes se lo permiten. Si me da rabia cuando veo cómo los terroristas obran casi con plena impunidad en la preparación de sus atentados, me desespera aún más ver cómo callan en nombre del buenismo, de lo políticamente correcto, quienes deberían alzar la voz convirtiéndose con su silencio, desde mi punto de vista, en cómplices de los asesinatos cometidos o por cometer y, desde luego, llego al denuesto y al insulto cuando contemplo cómo una serie de individuos tratan todavía de justificar a los asesinos y a sus cómplices.

 

Y es que los fanatismos son malos. Tan malo es el que tolera el terrorismo, como el que lo pone en práctica, como el que lo declara regla de fe; pero sobre todo, es más hijo de mala madre aquel que se enriquece con ello a costa de las vidas ajenas. Si los gobiernos occidentales no se atreven a poner coto a los terroristas por no “ofender los principios de su religión”, al menos que persigan a los que basan su fortuna en la sangre de las víctimas, de los suicidas y en las lágrimas de las familias rotas.

 

Y este mismo postulado, sirve también para ETA.