POLÍTICA

Pronunciando una conferencia
Pronunciando una conferencia

En la política que sufrimos todos los españoles, independientemente del partido que ocupe el poder o la oposición se observan detalles, sólo invisibles para los ciegos, que ponen el vello de punta. Los dos partidos mayoritarios de este país se reparten cíclicamente el gobierno de la nación, teniendo como meta principal el crecimiento de su organización política y dejando, para cuando dispongan de tiempo, las labores de mejorar el nivel de vida de los ciudadanos.

Durante los más de diez años que había permanecido alejado del territorio que me vio nacer, la distancia se había ocupado en deformar todos mis recuerdos, atenuando los más desagradables, idealizando lo más entrañable, hasta el punto de convertir casi en un vergel paradisíaco el reseco poblachón que fue testigo de mis primeros pasos; esa grave luxación de la memoria hizo que incluso el funcionamiento deficiente de algunas Instituciones españolas se convirtiese en un dechado de virtudes rayano en la perfección, por simple comparación con las que acababa de sufrir a lo largo de los años pasados al otro lado del charco ¡Imagínense lo confuso que estaba para pensar que las Instituciones funcionaban!.

Las transformaciones, las apreciaciones falsas, son hasta cierto punto frecuentes entre los emigrantes y, yo, lo sabía de primera mano porque durante muchos años había tenido que convivir al lado de compatriotas que vivían un exilio, las más de las veces económico, aguantando sus arranques patrioteros cada vez que alguien se atrevía a poner en duda la condición de lugar insuperable que, en su imaginación alterada por el alejamiento, le habían otorgado a una tierra patria de la que tuvieron que salir, la mayoría de ellos, con el gaznate en carne viva a fuerza de comer pan duro.

El primer choque que hube de encajar a mi vuelta, como un buen fajador que soy, me alcanzó en mitad del pecho llegando al pueblo que fue espectador indiferente de mis primeros llantos y comparar mentalmente los áridos secarrales por los que transitaba, con la feracidad de la jungla amazónica que todavía empapaba mis ojos. Aquel grave malestar producido por la sobriedad casi espartana del paisaje fue superado con creces tras unos días de estancia en casa, después de observar cómo en las cadenas de televisión más vistas triunfaban algunos programas en los que vocingleros personajes, sin rastro de educación ni mesura digna de mención, se acusaban mutuamente de la comisión de graves delitos, unos contra la ley y la mayoría contra el simple y denostado sentido común, y de constatar que casi todos los periódicos habían dejado de informar, desde hacía ya algún tiempo, para convertirse en portavoces asalariados de las mismas opiniones que defendiesen los propietarios de los medios de comunicación, con un total desapego a la verdad unido a un olímpico desprecio hacia la objetividad; pero, en el fondo, no terminaba de comprender si el desagrado que yo sentía era debido a los programas en sí, o a la enorme audiencia que tenían aunque, por la vida que había llevado, yo no era la persona adecuada para dar lecciones de moral o de comportamiento social.

Después de escuchar unas cuantas emisoras de radio, ver informativos de televisión y leer los periódicos más vendidos, me di cuenta de que la misma noticia, según que periódico la citaba o qué medio de comunicación audiovisual la relataba, tomaba carices tan diferentes que, a menudo, parecía que no estuviesen transcribiendo el mismo hecho y, debido a esa circunstancia decidí que yo también podía opinar. Ahora es el turno de que ustedes puedan hacer lo propio.