SALVADOR SANCHEZ “FRASCUELO” FUE VECINO DE SADABA

Frascuelo
Frascuelo

El día 23 de diciembre de 1842, nacía en Churriana de la Vega, Granada, un niño, segundo de los hijos de José Sánchez, militar retirado que había participado en la Guerra de la Independencia contra el ejército francés, y de Sebastiana Povedano, honrada mujer dedicada a sus labores, al que bautizaron con el nombre de Salvador Victoria y que pasaría a los anales de la historia de la Tauromaquia como uno de los mejores lidiadores y, sin duda, el mejor estoqueador que haya pisado una plaza de toros. Pinchar aquí para ver su partida de nacimiento).

Don José, era un gran aficionado a los juegos de azar por lo que, el poco dinero que entraba en la casa para mantener a la familia, era constantemente mermado por las frecuentes pérdidas que sufría el ex militar en las partidas que celebraban durante la noche. Como la acumulación de deudas había llegado a sumar una cantidad más que respetable, en una de estas partidas la casa familiar quedó sobre el tapete. En realidad, según cuentan los más ecuánimes, se vio obligado a vender la casa para pagar sus deudas y, con el poco dinero que le sobró, se mudó con su familia hasta Toledo en donde se instaló la familia Sánchez Povedano buscando una estabilidad económica que hasta ese momento no había tenido.

Siete meses duró la estancia en esta hermosa capital castellana porque, de nuevo acuciado por las deudas de juego, José Sánchez consigue por medio de un amigo un empleo como cabo de carabineros por lo que, con los pocos enseres que tenían se ponen de nuevo en camino, esta vez, con destino a Sádaba, una de las Cinco Villas Aragonesas.

Por lo que sabemos, un poco por los escarmientos recibidos a lo largo de muchos años de timbas nocturnas y otro por el deterioro físico que cada vez era más patente, don José abandona los juegos de azar y se dedica a efectuar su trabajo como cabo de carabineros, mientras que Paco y Salvador, casi adolescentes, empiezan a trabajar como repatanes (aprendices de pastor) en las cercanas Bardenas Reales.

La casa que ocupaba la familia, que actualmente es una carnicería, era una de las muchas casas de piedra que conformaban la Villa de Sádaba, una población agricultora y ganadera con vestigios romanos y medievales. No es muy difícil imaginarnos a estos dos muchachos, Paco y Salvador, cargando el típico zurrón de los pastores, con algo de pan, queso y aceitunas, salir de su casa dando la espalda a la mole del castillo de Sádaba para pastorear durante días un rebaño de ovejas ajeno a cambio de unas monedas que mejorasen los menguados ingresos familiares; tampoco hace falta un gran esfuerzo de la imaginación para sentir lo extraños que podían sentirse los dos mocetones, acostumbrados al proverbial gracejo andaluz, al chocar con el mutismo a veces brusco de los sadabenses, y saberse una vez más emigrantes, sin encontrar su espacio en una sociedad rural empobrecida que subsistía a duras penas.

No podemos olvidar que la zona de las Cinco Villas es una de las más aficionadas a los espectáculos taurinos populares y a la suelta de vaquillas para que los más arriesgados muestren su habilidad. Por otra parte, la cercanía con lugares de Navarra que tienen gran tradición taurina como Carcastillo, Santacara, Mélida o Tafalla, pudieron ser testigos del nacimiento de la afición taurina de Francisco, el hermano mayor de Salvador que, según nos cuentan todos los cronistas, fue el primero de los hermanos Sánchez Povedano que sintió la irrefrenable llamada de la fiesta taurina y del toreo.

Nunca lo sabremos con exactitud pero no sería extraño que los primeros capotazos, del que sería conocido en el mundo taurino como Paco Frascuelo, los diese a una vaquilla en Sádaba después de que los mozos de la localidad terminasen de recortar o de ejecutar la tradicional suerte del roscadero que consiste en frenar a las vaquillas con una especie de cuévano tejido con mimbre o cañas.

La época en la que los hermanos Sánchez Povedano pasaron en Sádaba, era aquella en que la gente sobrevivía con muy pocas comodidades y aquel que tuviese algo de tierra y algunas ovejas podía considerarse como una persona afortunada; pero si el panorama social era oscuro para todo el mundo en una época en la que la incertidumbre política acaparaba toda la atención, para la familia Sánchez se ensombrecía todavía más porque, a pesar de los devotos cuidados de doña Sebastiana, el jefe de la familia se iba apagando poco a poco.

José Sánchez murió en la Villa de Sádaba, a causa de una hepatitis crónica que arrastraba desde hacía mucho tiempo, el día 17 de Enero de 1857, a la edad de cincuenta años como puede leerse en el certificado de defunción que lleva fecha del 18 de Enero. Pinchar aquí para ver partida de defunción). De la situación económica de la familia nos dice mucho el hecho de que en dicho certificado se hace la acotación de que por carecer de medios la sepultura hubo de ser “de limosna”.

Doña Sebastiana tuvo que vender una vez más las pocas posesiones que tenía y, en compañía de sus hijos, puso rumbo a Madrid para tratar de mejorar un poco la vida de pobreza que hasta ese momento habían llevado.

A su llegada a la Villa y Corte, mientras doña Sebastiana se puso a trabajar como costurera, Paco, que ya empezaba a salir de capeas a escondidas de su madre, se empleó como recadero y Salvador empezó a trabajar en el tendido de ferrocarril; pero a despecho de que todos tenían una ocupación y de que el dinero comenzara a llegar, despacio pero regularmente a las menguadas arcas de la familia, la matriarca tampoco pudo descansar tranquila ya que uno de su hijos, Paco, no era capaz de conservar durante mucho tiempo el mismo empleo y las obras del tendido de ferrocarril se dieron por concluidas por lo que Salvador se quedó temporalmente sin trabajo fijo, aunque enseguida encontró trabajo en la línea de diligencias como ayudante del conductor y más tarde con un vecino, como aprendiz de papelista, es decir, colocador de papel pintado o empapelador que diríamos hoy en día.

Paco, al que empezaron a llamar Frascuelo, pasaba lo más claro de su tiempo por las fiestas de los pueblos en las que soltaban toros para los aficionados y, lo poco que aportaba al patrimonio familiar, provenía de lo que le arrojaban al capote los espectadores de las capeas.

Antes de seguir con la vida de Salvador, hablaremos de Paco, su hermano mayor. Nació en Churriana de la Vega (Granada) el 24 de mayo de 1841 y nunca pudo hacer méritos suficientes para salir de la mediocridad en lo que a la torería se refiere, agravando más su situación personal en el escalafón taurino el tamaño colosal de su hermano Salvador.

Ofició como subalterno en algunas cuadrillas de cierto renombre y tomó su primera alternativa el año 1877, para volver a ser peón de brega y banderillero con su hermano Salvador aunque el 11 de octubre de 1883 volvió al escalafón de matadores porque tomó de nuevo la alternativa al cederle Lagartijo un toro, Judío de nombre, de la ganadería de Laffitte al que hizo una faena de aliño.

Estuvo bastante tiempo toreando en América, en plazas de diferentes categorías y cuando llevaba algunos años alejado de los ruedos, se despidió oficialmente en la plaza de Madrid el día 21 de junio del año 1900, dos años después de la muerte de su hermano. En aquella corrida de su despedida, Luis Mazzantini, el gran torero vasco que terminó sus días como gobernador civil de Valencia, Lagartijillo, el granadino a quien Salvador había dado la alternativa el día de su despedida y Villita estoquearon seis toros de la ganadería de Bañuelos. Paco Frascuelo se conformó con gallear algo con el capote, que siempre había manejado bien. Desde la muerte de Salvador se ganaba la vida con una escuela taurina de su propiedad que había fundado a las afueras de Madrid. Murió el 15 de diciembre de 1924.

Una de las curiosidades de este hombre que, para su desgracia, había nacido hermano de Frascuelo, fue que anduvo mucho camino para torear en diferentes plazas del mundo. No debía ser desconocido, por sí mismo, para los aficionados de la época ya que de entre los muchos documentos que hablan de él, entresacaremos algunos. Empezaremos por decir que este Paco Frascuelo inauguró el ruedo de la rue Pergolese de París.

La prensa de la época dice lo siguiente:

Junto a las Arènes Parisiennes ubicada en el Quai de Nueva York y destinada a las corridas landesas, la capital francesa contó con dos plazas de toros con ocasión de la Exposición Universal de 1889. La "Plaza de la Exposición", de madera, con palcos, levantada en el Campo de Marte, fue inaugurada por Antonio Carmona el Gordito, Fernando Gómez el Gallo y Juan Ruiz Lagartija. La plaza desapareció aquel mismo año y contó con la asistencia de la ex-reina de España, Isabel II.

Poco después fue anunciada la construcción de una gran plaza en la rue Pergolese, junto al Bosque de Bolonia. Ganaderos y empresarios españoles financiaron los tres millones de francos que costó, con el apoyo también de la Embajada española. La plaza tenía 800 metros cuadrados, construida en ladrillo y viguería de hierro, sobre sólidos cimientos de piedra. Tenía 116 palcos. Y una capacidad para 22.000 personas. La corrida inaugural fue de Veragua y La Patilla, y fue lidiada por Currito, Felipe García, Angel Pastor y Paco Frascuelo. En esta plaza lidiaron también figuras como Lagartijo, Frascuelo, Mazzantini, Cara-Ancha, Guerrita... El 6 de noviembre de 1892, sin embargo, la plaza cierra sus puertas, la empresa se declaró en quiebra al año siguiente, y la plaza fue demolida.

LA ILUSTRACION ESPAÑOLA Y AMERICANA NÚMERO 30 PAGINA 87

“La inauguración de la nueva plaza de toros se ha verificado el sábado, aún sin estar del todo concluido el edificio. Los toros que se han corrido han sido de las ganaderías del Duque de Veragua y del Conde de Patilla, alternando: los dos ganaderos han procurado traer a París el ganado de mejor estampa y de mayor trapío. En los palcos medio Madrid: la Duquesa de la Torre, los condes de Muguiro, la Marquesa de Manzanedo, la de Santurce, las señoritas de She Saavedra, y ¡qué sé yo cuántas más! La presidencia, como en la plaza de Madrid, un alcalde de París, el Conde de Villar y D. Antonio Hernández. En palcos, contrabarreras y demás localidades, mil caras conocidas que nos son familiares y no sabemos quiénes son, y de franceses, y, sobre todo, de francesas bonitas… un derroche.

El paseo con su guardia amarilla, sus coches a lo grande y sus caballeros en plaza; el lujo de las cuadrillas y toda esa palpitación que es peculiar de este género de espectáculos, no agradó, exaltó hasta el delirio.

Las suertes de capa entontecían, las de banderillas, los quiebros, las sillas, eran cosas de volver locas las imaginaciones de todas estas mujeres singulares. Hubo quién pidió la muerte de verdad. No se les complació. ¡Pero qué delirio para Ángel Pastor, el caballero Tinoco, Currito y Paco Frascuelo! El espectáculo va entrando poco a poco en París. Pero él entrará… con todas sus consecuencias”.

ANUARIO TAURINO 1880

PAGINA 157. Francisco Sánchez Povedano (Frascuelo), hermano del célebre Salvador, nacido como él en Churriana de la Vega (Granada) el (04-10-1843), falleció en Madrid el (15-12-1924), a los 81 años de edad, tras casi cuarenta de profesión. De él tomó su apodo su hermano el coloso Salvador. Con la suerte de gallear, que practicaba como nadie de un modo perfecto e insuperable, cubrió cuanto pudo sus defectos, que según don José María de Cossío «fueron muchos.»

PAGINA 203. Francisco Sánchez Povedano (Frascuelo), hermano del célebre Salvador, nacido como él en Churriana de la Vega (Granada) el (04-10-1843), falleció en Madrid el (15-12-1924), a los 81 años de edad, tras casi cuarenta de profesión. De él tomó su apodo su hermano el coloso Salvador. Con los años, él pudo disfrutar de una tarjeta de presentación excepcional, diciendo: «Soy hermano de Salvador», pero jamás la utilizó; fue un torero de buen capote y mala muleta, pero valiente y siempre torpe y genioso, que no pudo matar bien. Dejó pronto al descubierto su carácter, resistiéndose a trabajar en cualquier oficio corriente, abandonó el que tenía, rebelde y aventurero, y comenzó a merodear por los caminos y cañadas reales a la busca y captura de toros de capeas, o bien separándolos de los hatos y toreándolo a campo abierto. Fue un especialista en galleos y otros lucimientos con la capa. Al amparo del nombre de su hermano, y con la protección de éste, logró hacer que el suyo llamara la atención bastante, cosa que no hubiera sucedido seguramente no de haber existido Salvador. No tuvo muchas aspiraciones, se desenvolvió a gusto en una humilde atmósfera, y no se le exigía mucho porque daba de buena gana cuanto podía dar de sí.

Con la suerte de gallear, que practicaba como nadie de un modo perfecto e insuperable, cubrió cuanto pudo sus defectos, que según don José María de Cossío «fueron muchos.» Muy aplicado y voluntarioso, a los dieciocho años (1861) ya actuaba de banderillero en la plaza de Madrid en la cuadrilla de Francisco Arjona Herrera (Curro Cúchares), y después, sustituto de Mateo López, en la de Cayetano Sanz”.

PLAZA DEL ACHO, LIMA

En 1869 se presentaron en Lima los diestros españoles Vicente García “Villaverde” y Francisco Sánchez “Frascuelo”; en 1870, Manuel Hermosilla y Francisco Díaz “Paco de Oro”. Ese mismo año se hizo empresario de la Plaza de Acho el acaudalado limeño don Manuel Miranda. Llevando a cabo en ella una profunda reforma. Mientras las obras se efectuaban, viajó a España para contratar toreros y adquirir toros.

En efecto compró seis toros y doce vacas de Veragua, seis astados de Miura, seis de Colmenar, doce de Mazpule y seis de Navarra. Como tenía el propósito de fundar una ganadería brava, adquiere la finca de Cienaguilla, en el valle de Pachacámac. Traslada a ella un semental y más de cien vacas compradas a la acreditada ganadería del país “Rinconada de Mala” y otras hembras de diferentes ganaderos peruanos.

Este ganado desapareció años después en la guerra sostenida entre Perú y Chile.

PLAZA DE TOROS DE PLASENCIA

La construcción de la plaza de toros de Plasencia fue acordada en 1882, un año después de que fueran instauradas las ferias por el Ayuntamiento en el mes de mayo. Fue levantada en terrenos del Cotillo de San Antón por una sociedad de placentinos creada al efecto, que emitió acciones de 25 pesetas para su financiación. El proyecto fue encargado al arquitecto municipal Vicente Paredes Guillén y fue levantada en un tiempo récord: 56 días con 7.500 localidades, aunque tendidos y palcos eran de madera. La directiva de la sociedad constructora contrató para la inauguración a 'Cara Ancha' y a Francisco 'Frascuelo' y adquirió dos corridas a Trespalacios, de Trujillo. La apertura del coso no pudo hacerse, sin embargo, en el trascurso de los días de la feria, 25, 26 y 27 de mayo, a causa de las lluvias que desde el día 17 de afectaron a la ciudad tras ser bajada en rogativa la Virgen del Puerto. El temporal duró hasta el día 26, por lo que la arena quedó impracticable y hubieron de aplazarse las corridas.

La sociedad constructora tuvo que devolver las entradas de los festejos y estos se aplazaron, celebrándose finalmente la inauguración el 18 de junio, con los espadas contratados con anterioridad, José Sánchez del Campo, 'Cara Ancha' y Francisco Sánchez, 'Frascuelo' con los toros de Jacinto 'Trespalacios'. Presidió esta corrida el teniente de alcalde, Antonio Álvarez Elvira y hubo lleno hasta la bandera. 'Bargueño' fue el nombre del primer toro que pisó el ruedo local, recibiendo de Frascuelo, que lució vestido color grosella y oro, el primer capotazo. En el festejo resultaron muertos seis caballos y la Banda del Colegio San Calixto amenizó la tarde. La segunda corrida se celebró el 19 de junio con los mismos diestros y ganado, aunque solo hubo media entrada.

BENITO PEREZ GALDOS

CÁNOVAS, CAPITULO XV. Vi después lo que enumero con la prolijidad que me permite el continuo pasar de figuras tan pintorescas: otro coche de gala con ocho corceles empenachados, y lacayos ostentando las libreas de los grandes de España que apadrinaban a los caballeros en plaza; gran carroza sobresaliente con adornos y arabescos de plata en su caja, propiedad, según oí, del Duque de Santoña; tiraban de aquel armatoste dos troncos de poderosos potros morcillos, y en él iban dos caballeros, vestidos de azul y rojo y de morado y blanco; marchaban al vidrio los espadas Cayetano Sanz, Gonzalo Mora, Ángel Pastor y Francisco Sánchez; detrás, pajes con caballos y rejoncillos, coche de respeto, carruajes de los padrinos Condes de Balazote y Superunda, escoltados por lacayos, mancebos y palafreneros.

Siguiendo con Frascuelo, el panorama de aparente tranquilidad que vivía, iba a cambiar el día que su hermano Paco invitó a Salvador para que le acompañase a una de las fiestas que se celebraban cerca de Madrid. Al principio, parece ser que Salvador se quedó mirando cómo su hermano se fajaba con uno de aquellos toros resabiados que solían soltar en las plazas de los pueblos y que luego le acompañó a pasar el capote. En realidad no sabemos con exactitud si fue en aquella primera vez o si sucedió poco tiempo después; el caso probado es que desde el primer momento en que se puso frente a los pitones de un toro bravo, decidió que quería ser matador.

Podemos imaginar a un Salvador adolescente, de buena musculatura conseguida en el tiempo que trabajaba en el tendido de la línea de ferrocarril, con la piel cetrina, resultado de sus jornadas al aire libre bajo los implacables soles de las Cinco Villas (tan oscura era su piel que luego le valdría el apodo de “El Negro”) enfrentarse a una de aquellas fieras que rondaban los trescientos kilos en canal, sujetando el capote con la misma decisión escalofriante con la que años más tarde empuñaría el estoque.

Si cerramos los ojos podemos sentir el estremecimiento salvaje de Salvador al sentir la adrenalina fluir libre por sus venas y la salvaje alegría de ver correr al toro por el camino que le marcaba el percal remendado de su hermano; los gritos del público excitado, el polvo de la plaza reseca, la luz inclemente del estío y las monedas que cayeron en su capote hicieron el resto.

Contaba años más tarde José Mota, banderillero y primer valedor de Frascuelo, que el día en que Salvador se puso por primera vez delante de un burel, lo pasó sin comer ni beber, enfrentándose a un animal tras otro, abriéndose paso a codazos por entre los otros maletillas para lograr un sitio frente a la cara del toro, lo que dice mucho de la afición que le nació en el pecho.

No se libró en aquellos días de abundantes revolcones y vio morir a uno de sus compañeros pero Salvador, en cuanto podía, se iba por los pueblos a torear.

Poco a poco, la devoción que había puesto en su oficio de papelista, los domingos tranquilos en la taberna y los flirteos con la hija de su jefe pasaron a un segundo plano ante la fascinación que los toros ejercían sobre el joven maletilla. La taberna del barrio fue quedando en el olvido, sustituida por otras frecuentadas por los aspirantes a toreros, su gorra negra se fue ladeando majamente al estilo de los chisperos madrileños y su pelo empezó a olvidar las tijeras para acunar el embrión de lo que en el futuro sería la coleta trenzada del mejor espada de la historia.

Los toreros eran una raza aparte en un tiempo en el que todas las cornadas podían representar la muerte de quien las recibía puesto que, sin penicilina ni antibióticos, el peligro de infección y de gangrena era máximo. Por otra parte, las curas se hacían prácticamente sin anestesia y uso del láudano no evitaba por completo el dolor producido por la manipulación de los médicos en las heridas.

La manera de vestir de los matadores de toros era también especial ya que se exhibían en traje corto por las calles y tabernas, adornándose con fajas y botos de complicada confección. Los más pudientes, se cargaban de joyas y los botones de sus camisas eran diamantes tallados. Frascuelo no era ajeno a esas costumbres.

Se podía ver a Frascuelo, en sus primeros tiempos de matador, adornado con una faja multicolor, traje corto, bastón de marfil con empuñadura de plata y reloj de oro con una gruesa cadena, que eran muy del gusto de la época y de quienes podían permitírselo. Hasta tal punto le gustaba llevar joyas que una vez, al entrar en Lhardy, restaurante madrileño en el que todos los días Salvador tomaba el aperitivo, uno de su banderilleros, al verlo entrar dijo: “Ese es el escaparate; la joyería la tiene en su casa”.

Así pues, los toreros eran clase aparte en los tiempos en que Salvador decidió ser matador de toros. Los más conocidos se codeaban con la alta sociedad, y los menos populares se remitían a contar hazañas taurinas en las tabernas en las que se congregaban los aficionados a la tauromaquia.

Para estar cerca de los toros aceptaba casi cualquier faena y, por ello, aceptó ser contratado por “El Maca” y “El Antoñete”, jefes de una cuadrilla de toreo bufo, cómico diríamos hoy, y vestido de payaso, de sultán en mojigangas como “Las Odaliscas” o de cirujano en “El médico y el enfermo”, mataba toros, hacía el salto del contra cuerno o el de la garrocha y de ese modo iba adquiriendo la experiencia necesaria que le llevó a vestirse de luces por primera vez en 1862, como banderillero.

Un hecho que cambió por completo la vida de Frascuelo, que empezaba a ser conocido en los ambientes taurinos como “El Papelista”, acaeció en 1863 en la localidad madrileña de Chinchón. Salvador había visto banderillear a “El Gordito”, que ponía unos excelentes pares al quiebro y quiso hacer lo mismo en la plaza; pero midió mal las distancias por su falta de experiencia en aquella suerte, y el toro le empitonó propinándole una grave cornada en el abdomen.

Cuando se disponían a trasladarlo a casa del médico, un personaje del pueblo, el tío Tamayo, a la sazón propietario de una pequeña fonda, les arrebató el corpachón inerte de Frascuelo y se lo llevó a la fonda en donde estuvo atendido por la familia de este hombre, durante más de tres meses, hasta que logró sanar de su heridas. Aquel detalle, como veremos, Salvador no lo olvidaría nunca.

En los ambientes taurinos se suele decir de los novilleros que prometen que, hasta que no reciben una cornada, no se puede asegurar que llegue a ser torero porque, el dolor que produce el pitón del burel dentro del cuerpo, les quita a muchos el valor de golpe. En el caso de Salvador Sánchez, aquella cornada incrementó su afición y sus ganas de torear y, si antes del percance se mostraba valeroso, después de Chinchón, demostraba un valor escalofriante que ponía los pelos de punta a quienes le veían lidiar.

De entre las muchas anécdotas que retratan el valor del matador churrianero, citaremos dos de ellas que sucedieron cuando aún era novillero.

En el Puerto de Santa María, siendo Salvador novillero, o aprendiz de matador, como se quiera, estaban las cuadrillas reunidas en el albero de la plaza cuando un novillo de mucho genio, rompió las tablas del toril y salió a la plaza, cuando nadie estaba preparado para recibirlo, sembrando el pánico entre toreros y picadores. Sólo uno de ellos no perdió la compostura. Salvador Sánchez Povedano, al que ya se conocía, en detrimento de su hermano Paco, como “Frascuelo”, empuñó con garbo la pañosa y el estoque, se acercó al burel y tras darle unos pases cortos para prepararlo, tumbó al animal de un certero estoconazo en todo lo alto. Recogió sus arreos y, entre una ovación ensordecedora, se dirigió a las tablas para que diera comienzo, de manera oficial, la corrida de aquella tarde. Este hecho fue recogido por el artista José de Chaves, en un número del periódico taurino “La Lidia”, como podemos ver reflejado en la lámina.

La otra, de desarrollo parecido, es la que le acaeció en Tolosa el 25 de Junio de 1866, siendo ya algo conocido; aunque esta vez, cuando el toro rompió los tablones del toril, Frascuelo se encontraba en plena faena intentando matar a uno de los toros de su lote. Ante el griterío del respetable, Salvador volvió la cabeza y se dio cuenta de lo que sucedía por lo que, sin pensárselo, se dirigió al astado recién salido y, tras darle unos pases, lo mató de una estocada atravesada para, seguidamente, ir a por el suyo y despacharlo de un fenomenal volapié. La noticia le dio la vuelta a España y el mismo Chaves, para el periódico taurino que ya hemos citado, dibujó una lámina a todo color para que, quienes no tuvieron oportunidad de verlo en directo, se hicieran una idea del peligro corrido por el torero y la manera en que lo había solventado.

La sangre fría y los nervios de acero demostrados por Salvador en Tolosa, fueron comentadas en todos los mentideros de la época hasta dotarlas de una aureola de heroicidad en algunos casos exagerada. Para poner las cosas en su sitio, “La Lidia”, publicó una ilustración a todo color, con florituras muy a la usanza de la época, enmarcando el texto de lo que en realidad sucedió aquella tarde.

Frascuelo se doctoró como matador de toros el día 27 de Octubre de 1867 en la plaza de toros de la Puerta de Alcalá, ya desaparecida, recibiendo el toricantano los trastos de manos del maestro “Curro Cúchares”, en la corrida a beneficio del Real Hospital de Nuestra Señora de Atocha. El toro que le tocó en suerte fue “Señorito” de la ganadería de Bañuelos. A partir de aquel día, comenzó su carrera en los ruedos españoles, una carrera que quizás no hubiese llegado a tanto si el día 7 de Junio de 1868 no se hubiese visto las caras por primera vez ante Rafael Molina “Lagartijo”, con el que mantuvo una rivalidad ya legendaria en el mundo taurino.

Estos dos monstruos de la tauromaquia se enfrentaron por vez primera en la Plaza Anfiteatro de la Maestranza de Caballería de Granada con ocasión de la Feria del Corpus Cristi y, desde el primer momento donde “Lagartijo” ponía un arte y un saber hacer tan torero que muchos decían que con verle hacer el paseíllo ya estaba bien gastado el dinero de la entrada, el de Churriana de la Vega ponía un valor sin fisuras y una decisión a la hora suprema, la de matar, que encandilaba a sus seguidores y a quienes no lo eran.

Los alardes de valor de ambos toreros se sucedieron cada vez que los carteles los unían en una plaza, llegando “Frascuelo” a tumbarse frente al toro después de colocar un soberbio par de banderillas, para ser acompañado por “Lagartijo” que adoptó la misma postura, lo que les valió una severa reprimenda por parte de la Presidencia de la corrida. Sin embargo, a pesar de la rivalidad que en los ruedos demostraban ambos matadores, ni el granadino ni el cordobés hablaban mal uno del otro; aunque estuvieron algún tiempo distanciados por mor de chismosos y correveidiles que nunca faltan en ningún sitio, siempre se respetaron ambos hasta tal punto que el crítico “Sobaquillo” seudónimo utilizado por Don Mariano de Cavia, cuenta que en una tertulia a la que acudía “Frascuelo”, uno de los advenedizos, seguramente buscando el favor del churrianero, hizo un comentario malicioso sobre el de Córdoba, censurándole su forma de torear diciendo que no era tan bueno como decían sus seguidores. La respuesta de Salvador no se hizo esperar:

- “Eso lo dirá usted en la calle porque se va ahora mismo de aquí con viento fresco. Pa’ mí, “Lagartijo” es el mejor torero que ha parío madre”.

El valor que derrochaba Salvador en la plaza, le hizo recibir varias cornadas. Más de veinte veces fue herido de gravedad, lo que le convierte en uno de los toreros más castigados por los toros. Posiblemente, las cornadas más graves, excepción hecha de la ya comentada de Chinchón, las recibió en Madrid.

La primera de ellas fue el 15 de Abril de 1887 en la Plaza de la Carretera de Aragón. Un toro que llevaba por nombre “Guindaleto”, perteneciente a la ganadería de Adalid, le enganchó al hacerle un quite a su compañero “Hermosilla” quien, en su prisa por desaparecer del lugar de los hechos, se enredó con “Frascuelo” dejándolo desarmado frente al toro y, aunque intentó defenderse con la montera, fue prendido por el costado izquierdo y lanzado a gran distancia lo que le produjo heridas tan graves que no pudo torear hasta finales de Junio.

La gente adoraba de tal manera a Salvador que “Hermosilla” a quien hicieron culpable del percance sufrido por el churrianero, tuvo que marcharse a torear a las plazas de allende las fronteras españolas porque, en las de la península no era bien recibido y se le abroncaba desde el principio del espectáculo.

La cornada más grave la recibió “Frascuelo” en esa misma plaza, el 13 de Noviembre de 1887, cuando el toro “Peluquero” de la ganadería de Don Antonio Hernández, lo voltea como a un pelele infligiéndole una cornada tan fuerte en el abdomen, que al levantarlo del suelo lo hizo con tal violencia que le rompió tres costillas. Salvador, herido de muerte, se levantó, se dirigió a “Peluquero” y lo despachó de una estocada atravesada que ejecutó en la suerte de recibir, cayendo toro y torero al mismo tiempo.

La cornada fue tan tremenda que se temió por la vida del torero. Fue llevado a su vivienda de la calle Jacometrezzo en Madrid donde, los días siguientes, se produjeron grandes arremolinamientos de personas que iban a firmar en los papeles dispuestos en el portal para tal motivo. En la calle, según testigos presenciales, se mezclaba el pueblo llano con la gran nobleza y la aristocracia ya que la fama de este torero era, en aquellos momentos, inmensa.

El 10 de Agosto de 1889, inaugura la Plaza Monumental de París en la que tuvo un éxito inmenso en compañía de “Lagartijo” y Mazzantini, a quien vemos en la foto anterior junto a un naipe que representa a “Frascuelo”, para torear en Madrid la que sería su penúltima corrida de toros, la última que compartió cartel con “Lagartijo”, el día 6 de Octubre de 1889, con ganado de Patilla, en la que obtuvo un éxito clamoroso.

Hablando de Mazzantini, el gran torero vasco, hay que comentar obligatoriamente la diferencia de punto de vista que “Frascuelo” y él, tenían sobre el mundo del toreo. Mientras Luis defendía ante quien quisiera escucharle que los toreros fuera de la plaza debían ser ciudadanos corrientes, y lo demostraba vistiendo chaqué y chistera como un burgués acaudalado, el de Churriana ejercía de torero dentro y fuera de las plazas, con el orgullo de su profesión que sólo los grandes pueden tener y la aureola de héroe reservada a los cabezas de cartel.

Otra de las puntualizaciones necesarias es la de que el gran matador que fue “Frascuelo”, fue acusado a menudo por los cronistas de la época en el sentido que, contrariamente al uso de los toreros de entonces, abusaba de las faenas de muleta. Podemos decir que hubo un antes y un después de “Frascuelo”, como posteriormente hay un antes y un después de Belmonte,

Hasta que Salvador apareció en los ruedos, las suertes de la lidia se organizaban con la recepción del toro, que no iba más allá de unos pases de tanteo. Luego se ponía al toro en suerte para enfrentar a los varilargueros que era, con los quites obligados por la falta de peto en los caballos, una de las dos suertes principales. Luego se le ponían las banderillas, y tras un breve trasteo con la muleta se llegaba a la suerte suprema, y colofón de la corrida, que era la de entrar a matar. “Frascuelo”, después del tercio de banderillas, trataba de dar pases a los toros antes de llegar a la muerte del animal y se adornaba en esta suerte. Podemos afirmar sin temor a error que Salvador fue quien instauró el ritmo y la cadencia que pueden observarse en las lidias actuales. Fue, pues, también en eso, un precursor de la lidia moderna.

“Frascuelo” se cortó la coleta, lo que entonces no era un eufemismo, en Madrid, el día 12 de Mayo de 1890 dándole la alternativa a su paisano Antonio Moreno “Lagartijillo” al quien cede el toro “Romerito” de Veragua

El último toro que mató en su vida profesional, se llamaba “Regalón”, de la ganadería de Veragua al que vemos en la imagen, obra de José de Chaves.

Aunque Salvador viviera los toros con una afición y dedicación que muy pocos han tenido, debemos que pensar que las corridas no van nunca más allá de las tres horas lo que dejaba mucho tiempo libre a los toreros. La primera pregunta que nos hacemos es ¿cómo era Salvador Sánchez fuera de los ruedos? Y la respuesta no es que era un hombre normal ya que, como hemos dicho, los toreros llevaban una vida muy especial en aquellos azarosos años.

Salvador Sánchez, recién llegado a Madrid, tonteaba con la hija de quien luego fuera su maestro en las artes del empapelado hasta que conoció a Manuela Álvarez, hija de un pescadero muy aficionado a los toros que tenía un puesto en el mercado. Había conocido a este hombre por mediación del banderillero José Mota, que fue el causante de que “Frascuelo” recibiera la alternativa de manos de “Cúchares”. Poco a poco las relaciones entre Salvador y Manuela fueron haciéndose más sólidas hasta que contrajeron matrimonio en la madrileña parroquia de San Luis el día 1 de Agosto de 1868, cuando Salvador contaba 25 años y Manuela 19.

A pesar de que su amor era sincero, el matrimonio entonces se miraba desde una perspectiva machista y no estaba mal visto que el hombre, y más si era torero, tuviese algunos deslices fuera de su casa. Muchos le achacan romances con mujeres pertenecientes a la nobleza, entre las que se cuenta incluso una Infanta de España; pero es algo que no podemos afirmar de manera incontestable aunque hay muchísimas pruebas circunstanciales que lo sostienen. De hecho, su estrecha amistad con el José Osorio, Duque de Sesto, al que llamaban sencillamente “Alcañices” en los bajos fondos a los que era muy aficionado, puso a Salvador en contacto con la nobleza española que le acogía con gran alegría en sus salones, ya que era de muy buen tono contar en las tertulias con algún torero de fama, máxime cuando éste era Frascuelo, hombre de muy buena planta que, al decir del pueblo llano, volvía locas a las nobles cuando mostraba su valor a la hora de matar recibiendo. Las coplas populares no dejan lugar a dudas:

Las damas de la grandeza/ se pirran por los toreros/ y dieran hasta el curruco/ por ver matar a “Frascuelo”

A los toros con blanca mantilla/ van en coche con aire triunfal;/ no les cabe el curruco en la silla/ cuando ven a “Frascuelo” matar.

El escritor Ramón de Navarrete, en su obra “El espíritu del siglo”, nos retrata de primera mano el ambiente de aquellos salones del segundo tercio del siglo XIX.

Por su parte, Hilda Cabrera, en su obra “Revolución liberal y Restauración borbónica, cuenta textualmente: “La conspiración Alfonsina es liderada por el marqués de Alcañices, duque de Sesto, hombre de capa con vueltas rojas, patilla y verbo gitano, y por Sofía Trubezkoy, la marquesa aclamada por el bajo pueblo, que emplea su seducción para atraer partidarios. En los salones del palacio, restaurado a un costo de dos millones de reales, Antonio Cánovas es la figura dominante: gran empaque, bizquera y lacios bigotes a la moda militar. Otros ilustres concurrentes son los militares Morriones, Primo de Rivera y Vega Inclán, y los escritores Zorrilla, Campoamor y Manuel del Palacio. También allí reaparece el tenor Tamberlick, el pintor Pradilla, Juan Valera, el actor Vico, el torero “Frascuelo”, líder de los peinadores y símbolo de la verdad en el toreo, que era sargento del llamado “Regimiento del aguardiente”, banda Alfonsina integrada por cantaores, banderilleros, matarifes, camorristas, castizos, gitanos y una larga lista de juerguistas que buscaban la restitución de los borbones en el trono de España. Circulaban por entonces expresiones que designaban con el nombre de “aguardiente” al bajo pueblo, “aguarrás” a la gente vulgar y “agua de colonia” a la alta sociedad”.

Una de las misiones encomendadas a la partida, o al batallón, del “aguardiente”, era la ir visitar todas las tabernas en las que se reunían los opositores a la restauración de la monarquía borbónica, para delatarlos y, dentro de sus posibilidades, hacerles la vida “dura” por medio de la “partida de la porra” que, como su nombre indica, utilizaba palos para convencer a sus adversarios políticos de los errores que cometían. Hay que tener en cuenta que la vida política de aquella España era muy agitada, con frecuentes levantamientos carlistas y no pocos enfrentamientos armados.

Como prueba de esta confusión política en la que vivían los españoles de entonces, será suficiente con apuntar que Cartagena, población murciana, se declaró independiente de España, declarándole la guerra y acuñando su propia moneda y que, por la intervención de un barco de la marina alemana, que después de una larga indecisión, tomó partido por mantenerse al margen de la contienda entre España y el Cantón de Cartagena, los miembros del “gobierno” cartagenero estuvieron a punto de declarar formalmente la guerra a la nación germana.

Después de un período violento y agitado durante la regencia de Amadeo de Saboya, se instaura la primera República en 1873, que “Frascuelo” no aceptaba por ser monárquico y borbónico. Una vez derrotada esta República y proclamada por fin la regencia de Alfonso XII por el general Martínez Campos, sigue una situación muy cercana a la de guerra civil en la que Salvador toma parte como sargento de la ya citada “partida del aguardiente, llegando incluso a desfilar a caballo por las calles de Madrid, a la cabeza de sus hombres.

Esta toma de partido por parte de “Frascuelo” le supone la pérdida de algunos de sus seguidores más inclinados al bando republicano al que era adepto “Lagartijo”.

Por si fuera poco la rivalidad que Rafael Molina y Salvador Sánchez mantenían en los ruedos, ambos militan en facciones políticas diferentes por lo que los espectadores, al tiempo que se declaran seguidores de “Frascuelo” o de “Lagartijo”, se confesaban como simpatizantes de la monarquía o de la República. Esta situación provoca que en las corridas en las que alternan ambos diestros, se produzcan enfrentamientos violentos, no tanto por la pasión de los seguidores de uno u otro matador de toros, sino por la diferencia radical de sus preferencias políticas.

El rey Alfonso gusta de las ventas de los extrarradios madrileños para divertirse. Entre las que más visita se encuentran la del “Tiro de Pistola” y la del “Mosquito”. Poco después se reanudan los bailes en palacio y es cuando se le atribuye a “Frascuelo” un romance con la Infanta Isabel, apodada cariñosamente “La Chata”.

José María Morejón la describe como noble chulapona que adopta para sus vestidos tonos vivos y encajes blancos, preside la recién creada Cruz Roja, es una apasionada de los toros, acude a las corridas engalanada con mantilla española prendida al pecho con rosas y claveles, ajustada a lo alto de la peineta y colgando sobre la espalda.

Cuando Alfonso de Borbón contrae matrimonio con María de las Mercedes en la Basílica de Atocha, se celebra un desfile militar, se inaugura la iluminación de las fuentes de Neptuno y Cibeles con luz eléctrica, y hay función de Gala en el Teatro Real en la que el tenor Julián Gayarre, íntimo amigo de Frascuelo, interpreta Roger de Flor. Claro que en la tarde hubo una corrida de toros en la que alternaron “Frascuelo”, “Carancha”, “Currito”, “Arjona” y “El Panadero” entre otros toreros que vieron cómo el ganado desventraba aquella tarde una docena larga de caballos. El gran ausente de aquella corrida fue, sin duda “Lagartijo” que no fue contratado por sus veleidades republicanas.

Por cierto que la amistad entre “Frascuelo” y Julián Gayarre, el gran tenor de Roncal, Navarra, llegaba a tanto que, se solían cruzar telegramas contándose cómo les había ido en sus trabajos respectivos; pero tenían la curiosa costumbre de intercambiar los “papeles” por lo que, cuando Salvador tenía una buena tarde, le escribía el telegrama a Gayarre en términos parecidos a éstos:

“La ópera muy bien. El aria, preciosa, Otelo rueda sin perdón y, el tenor, diez minutos de ovación. Algunos pidieron un “bis” que no se pudo conceder".

Por su parte Julián, después de un éxito en Milán, mandó un telegrama increíble.

“Tarde irrepetible. El público en pie, estocada por derecho y la gente arrojando flores y puros a la plaza de la Scala .

Salvador Sánchez era, sin asomo de duda, el torero mimado de la aristocracia Alfonsina, amigo de Alcañices como ya hemos dicho, y también del duque de Alba que le ofrecía un habano todas las tardes en que toreaba. Esta inclinación personal a la monarquía borbónica, la defendía con vehemencia en su tertulia del Café Suizo.

Las tertulias eran algo corriente en los modernos cafés de la época y “Frascuelo tenía la suya en el llamado Café de Fornos. En este café aparecen, además del torero y algunos componentes de su cuadrilla como era el caso del francés Joseph Bayard, que era conocido en su oficio de picador como “Badila”, aparecían el duque de Tamames, el político Linares Rivas y Gayarre.

Una de las costumbres diarias de “Frascuelo” cuando estaba en Madrid era la de tomar el aperitivo en Lhardy y salir después diciendo rumbosamente: “Señores too está paga’o”.

Aunque ahora parezca raro tanto desprendimiento, debemos pensar que Salvador llegó a cobrar veintiocho mil reales por una corrida, cuando el sueldo de un maestro llegaba apenas a los tres mil reales al año.

Sobre el ritmo de vida que llevaba la familia de “Frascuelo”, sabemos que su esposa Manuela Álvarez estrenaba vestido cada semana, lo que era algo que no se veía ni en las familias de alta alcurnia y que, cuando salí a comprar lo hacía agarrando “solo” cien mil reales para gastarlos en su totalidad porque a ella “le ponía nerviosa volver a casa con dinero”.

Hablando del pago de los servicios de los toreros, es preciso aclarar, a los aficionados más jóvenes, que la moda de entregar orejas y rabo a los triunfadores de las corridas, es una moda posterior a la época de “Frascuelo” ya que en aquellos tiempos se entregaba al torero la oreja del toro muerto, en plazas de pueblos y en las de segundo orden, para justificar el fallecimiento del animal y que, de este modo, el matador pudiese cobrar, en dineros, el precio de los kilos de carne que con él se habían ajustado como compensación a su trabajo. Por eso, según muchos puristas, es un agravio a la tradición, otorgar más de una oreja y, ¡cómo no! Dos y aún el rabo.

Con motivo de la mudanza a Chinchón, después de la retirada definitiva de Salvador, la mujer que ayudó a Manuela a sacar la ropa de los armarios, comentaba asustada con sus amigas que de entre los montones de ropa caían billetes y joyas que la dueña de la casa había olvidado hacía años en aquellos estantes y que, al ver todo lo que caía, decía : ¡Vaya, ya se me había olvida’o que había dejado por aquí estas baratijas! ¡Ni las había echa’o en falta!

Pero no sólo los hombres toreaban entonces. Por los años finales del siglo XVIII, venturosos y conflictivos a un tiempo, empezaron a buscar su sitio en la fiesta brava las mujeres; pero no podían torear vestidas de luces por lo que, según nos cuenta el cronista José Solana en su libro “Señoritas toreras”, las mujeres se presentaban a torear vestidas de lagarteranas, de gallego o de baturro que eran los atavíos que les permitían.

En los tiempos en que Frascuelo estaba en la cima del toreo, se empieza a permitir que las mujeres salgan a torear vestidas de luces. Así lo hace en el año de 1886 una mujer llamada Dolores Sánchez, “La Fragosa” que tuvo una gran fama en aquellos años; pero no era la única porque junto a ella destacan Carmen Lucena “La Garbancera”, Ignacia Fernández “La Guerrita” y Eugenia Bartes “La Belgicana”, además de una cuadrilla de toreras catalanas que los celos y la influencia de Manuel García Guerra “Guerrita” logra apartar de los ruedos y de la fiesta. La fotografía es de Juanita Cruz toreando con un vestido de luces con falda en lugar de taleguilla.

A pesar del estilo que demuestra con la muleta, la triunfadora en aquel tiempo era “La Fragosa “ que aparece en la imagen, ataviada con el vestido de luces y la tradicional montera en la que se puede apreciar el barbuquejo que la mantenía sujeta.

El asunto más curioso en el tema de las mujeres toreras se produjo pocos años después de la retirada de “Frascuelo”, pero como es tan curioso y tuvo tanta repercusión en la prensa nacional y extranjera, no me resisto a citarlo aquí.

Una de las mujeres toreras que más éxito había alcanzado en todos los tiempos, había sido María Salomé, llamada “La Reverte” que obtuvo entre los aficionados a la tauromaquia una gran popularidad. Lo malo es que a principios del siglo XX, concretamente en 1908, el ministro Juan de la Cierva prohibió el toreo femenino, se vino a saber que la tal María Salomé, era en realidad el travesti Agustín Rodríguez quien, a pesar de intentar una carrera como novillero, nunca tuvo éxito.

Una de las historias más tiernas de la época en la que Salvador fue famoso torero, es la del perro Paco que, durante algún tiempo fue testigo de excepción de la vida madrileña. Su historia no tiene desperdicio.

En la esquina entre la calle de Alcalá y la de Peligros, a unos cientos de metros del teatro Apolo, que estaba junto a la iglesia de San José, se encontraba el Café de Fornos que ya hemos nombrado con anterioridad. Se llamaba así por la familia propietaria, la familia Fornos que, en 1879, acababa de mudarse a esa ubicación desde un callejón en lo que hoy es la calle Arlabán, y de montarlo con todo lujo de detalles con reloj de dos esferas, vajilla de plata y cuadros de Sala, Vallejo, Gomar, Araújo, Zuloaga y Perea. Tenía restaurante, con entrada independiente desde Alcalá, y unos reservados numerados en el entresuelo, para conspirar o debatir tranquilamente, que no cerraban en toda la noche.

Aunque Barbieri Archidona en la revista “El ruedo” sostiene que el perro Paco había sido propiedad de Frascuelo, la historia cuenta que Don Gonzalo de Saavedra y Cueto, marqués de Bogaraya, grande de España, hombre muy querido en la corte y persona de futuro político, pues algunos años más tarde sería alcalde de Madrid, se dirigía en compañía de sus amigos en dirección al Café de Fornos donde habían decidido cenar cuando se encontraron con un perro vagabundo de color negro que, según se supo después, dormía en las cocheras del tranvía, que ponía en comunicación la calle de Alcalá con la glorieta de Cuatro Caminos, que estaban en la calle de Fuencarral. En ese momento nació el mito del perro Paco.

Bogaraya y los suyos, en plena juerga etílica, decidieron en ese momento, en son de broma, dar de comer al perro y entre el jolgorio general lo llevaron al Fornos, le arrimaron una silla y lo subieron encima. Una vez allí, tratándolo como a un comensal más de la cuadrilla, pidieron para él un plato de carne asada, que el perro engulló lentamente con ribetes de educación. Terminada la cena, pero no las ganas de juerga, el señor marqués pidió una botella de champán y, derramando gotas sobre la cabeza del estoico perro, lo bautizó: Paco.

En el Madrid que no era entonces más grande que algunos barrios menores de los de hoy, la historia se conoció pronto. Tanto que, para cualquier parroquiano del Fornos que se preciase, casi para cualquier madrileño, invitar a Paco se acabó convirtiendo en una especie de obligación. Cada noche, el perro se dejaba caer por el Café de Fornos.

Lo más curioso de este caso es que los camareros, por orden de los dueños, le dejaban pasar como a un parroquiano más y siempre había alguno que encargaba al camarero el consabido plato de carne. Al perro se le servía en una mesa, como a cualquiera y, tal y como había aprendido, se sentaba en la silla, y comía. Y, cuando terminaba, simplemente esperaba a que su mecenas de esa noche se retirase a su casa.

Según cuenta Natalio Rivas, que entonces era un joven político y que aseveraba haber visto todo lo referido personalmente, nada más hacer el invitador gesto de marcharse, Paco le acompañaba. Caminaba despacito, junto a su dueño de esos minutos, hasta la mismísima puerta de su casa. Nunca aceptó las muchísimas invitaciones de entrar en la casa y dormir caliente esa noche. De hecho, quienes lo intentaron refirieron que, al segundo o tercer intento de tirar del perro hacia dentro, Paco comenzaba a gruñir y a ponerse nervioso. Porque Paco era un bohemio; por alguna extraña razón necesitaba volver cada noche a las cocheras del tranvía y rascar el portalón con la pata hasta que el guarda le abriese.

Lo realmente increíble de Paco es que de la costumbre de ser admitido como un parroquiano más en el Café de Fornos pasó a ser admitido en los espectáculos públicos. Paco iba, en efecto, al teatro Apolo. Le dejaban entrar. Si había butaca libre, en ella se sentaba. Si estaba el teatro lleno, siempre había dos espectadores que se apretaban un poquito para dejarle sitio. Y allí se quedaba, viendo la representación, hasta que terminaba, aullando si a la gente no le gustaba el espectáculo. Una vez acabada la función, se dirigía al Café de Fornos para que alguien le invitase a cenar.

Lo que más le gustaba a Paco eran los toros. Los días de lidia, los madrileños subían a la corrida por calle Alcalá arriba y Paco subía como uno más. Ocupaba una localidad como cualquiera y asistía al espectáculo de principio a fin. Al terminar las faenas, muerto el toro, le gustaba saltar a la arena y hacer unas cabriolas, para regresar a su asiento con los clarines que anunciaban el siguiente toro. A la gente eso le gustaba. Salvo a los puristas. El crítico taurino “Sobaquillo”, Mariano de Cavia, escribió crónicas protestando por esos espectáculos, que consideraba incompatibles con la lidia.

La tarde del 21 junio de 1882, el tabernero José Rodríguez de Miguel metido a novillero con el apodo de “Pepe el de los Galápagos” lidiaba, malamente, a uno de los toros que le había tocado en suerte. En el momento de la suerte suprema, nadie sabe por qué Paco, por primera vez en su vida saltó a la arena mientras el toro estaba aún con vida. Comenzó a hacer cabriolas, como reprochándole al lidiador su escasa pericia. Éste, temiendo tropezarse con el can, y para sacárselo de encima, intentó golpearle con la parte plana del estoque pero, al revolverse el perro con rapidez, recibió una estocada que lo dejó malherido en la arena.

A duras penas sobrevivió “Pepe el de los Galápagos” a las iras del pueblo de Madrid, que quería lincharlo. Finalmente, el empresario teatral Felipe Ducazcal, hombre muy querido en Madrid, consiguió apaciguar a las masas, y llevarse a Paco para que lo cuidasen. Pero a pesar de los cuidados recibidos, nunca se recuperó y murió poco después. Tras una etapa en la que permaneció disecado en una taberna de Madrid, fue enterrado en el Retiro.

Nunca llegó a reunirse dinero para hacerle una estatua que se había proyectado, no sabemos bien ni cómo era, ni dónde está enterrado. Pero Paco es, desde luego, un caso extraño, conmovedor porque todo el pueblo de Madrid, se aplicó a quererlo, a alimentarlo y a respetarlo. Lo que empezó como una broma terminó siendo un fenómeno de masas, pues incluso hubo avispados comerciantes que lanzaron productos «Perro Paco» y los sucesores de Rivadeneyra publicaron un libro titulado “Memorias autobiográficas de Don Paco” que eran una especie de reflexiones sobre la vida social y política atribuidas al perro.

Paco fue siempre fiel a sí mismo. Podía dormir donde quisiera. Incluso se dice que fue presentado a la familia real. Pero él prefería su cochera fría, sus paseos nocturnos, y ser amo de todos, propiedad de nadie. Tal fue su importancia que, además de ser considerado como “la mascota de Madrid y aparecer en la “madridpedia”, si se toman la molestia de escribir en el buscador de su ordenador la expresión perro Paco, entre comillas para limitar la búsqueda, se encontrarán con la sorpresa de que hay, en el peor de los casos 751 páginas que hablan de él.

“Frascuelo”, ya convertido en Don Salvador, tras su retirada de los ruedos, después de una estancia en Chinchón, se marcha con su familia a Torrelodones donde inaugura un local dedicado a la hostelería, al que bautiza como “La Verdad” y se dedica a regentarlo en compañía de su esposa Manuela Álvarez y sus hijos Manolita, Elisa y Antonio.

Un cronista de la época, del que desconozco el nombre, nos dice que a él le daba mucha pena ver a Salvador Sánchez, el famoso “Frascuelo”, pasar su tiempo sirviendo vasos de vino y comidas a los gañanes que se acercaban hasta su local, habiendo sido el mejor matador de toros de la historia de la tauromaquia.

A este “plumífero” habría que hacerle notar dos cosas. Primero que Salvador nunca hizo nada que no le gustara y se sentía muy a gusto atendiendo a quienes, algunos años antes, habían sido sus compañeros en la línea de diligencias. En segundo lugar, pero no por eso menos importante, que el señor “Frascuelo” era un hombre visceral, vital, que se entregaba con todo el alma en cualquier tarea que se propusiese.

Hay dos tipos de persona en este mundo, el que hace lo justo para cumplir su labor, y el que se entrega en cuerpo y alma a su tarea dando lo mejor de sí mismo. Afortunadamente, Salvador, era de estos últimos y, si no lo hubiera sido, jamás hubiera podido alcanzar la excelencia que tuvo en el mundo del toro.

Después de una vida tan ajetreada como la suya, con el cuerpo recosido y atravesado por las cicatrices de las muchas cornadas que había recibido, en una de las capeas a las que asistió en la finca del ganadero Hernández Plá, contrajo una pulmonía doble por beber agua demasiado fría tras la tienta por lo que, vista la gravedad de su estado de salud fue trasladado al domicilio que su hija tenía en Madrid donde murió a los 58 años de edad el día 8 de Marzo de 1890.

La preocupación del pueblo madrileño al conocer el estado de salud de Frascuelo fue tal que incluso Alfonso XII, gran admirador del torero, ordenó que llenaran de arena la calle en la que vivía la hija de “Frascuelo” para que el ruido de las ruedas de los carros al pasar por el adoquinado, no molestaran al torero moribundo.

El entierro del maestro congregó a tal multitud de dolientes que los periodistas de la época dijeron no haber visto jamás tantos asistentes a un entierro que finalizó en el patio de la Concepción, en la Sacramental de San Isidro donde depositaron sus restos mortales.

A grandes rasgos, así fue la vida de Salvador Sánchez Povedano, más conocido como “Frascuelo”. Un hombre que ejerció de torero dentro y fuera de la plaza y que, para ejemplo de quienes quisieran ser toreros, dejó en herencia un decálogo de ética que todo el mundo taurino conoce como

LOS DIEZ MANDAMIENTOS DE FRASCUELO

Primero: Amar a Paquiro sobre todas las coletas.

Segundo: No jurar que vas a meterte en el morrillo de los toros para luego no arrimarte nada.

Tercero: Santificar la fiesta española, entendiéndose que santificarla no es tirar el pego.

Cuarto: Honrar a la afición que da cuanto se le pide y más de lo que puede.

Quinto: No matar como Rafael el Gallo.

Sexto: No amolar tanto a los toros ni a los espectadores.

Séptimo: No hurtar las ingles a las arrancadas de los astados, ni hurtar tantos billetes como se viene haciendo.

Octavo: No decir en los telegramas que tú estuviste colosal y tu compañero desastroso.

Noveno: No desear la cupletista o súper-tanguista de tu prójimo.

Décimo: No codiciar el contrato del colega; ni el colchón del zapatero, del hojalatero y del tapicero, cuando el colchón va a la casa de empeños para luego no ver más que huir a los toreros de arriba, de abajo, de la derecha y de la izquierda.

Como cierre de esta Breve semblanza, dejaremos en el aire estos versos de María Victoria Atencia, extraídos de su libro “La intrusa”.

RETRATO DE FRASCUELO

Montera sobre el muslo, pie pequeño, entrecejo/ poblado, el fogonazo del magnesio detiene/ en tu recuerdo al toro y en el sepia tu imagen,/ como tuvo la tarde tu capote en suspenso./ Yo te quito las medias de seda rosa, el luto/ rural de tu corbata, que en la cómoda cubren/ mi peina de carey, mi mantilla de blonda.